Milenio

Secretaria­s

- Héctor Rivera

En el cementerio de Nordfriedh­of en Múnich se respira la paz eterna. Entre jardines cuidadosam­ente conservado­s y esculturas dignas de un museo de altos vuelos, las tumbas han sido dispuestas en un orden obsesivo. Casi todos los sepulcros hablan con elocuencia de la vida de quienes ahí reposan. Los hay ostentosos, sobrios, grandes y chicos. La tumba donde yace Traudl Junge parece bastante modesta, apenas un montículo cubierto de hierba con una pequeña lápida con su nombre. No hay ningún indicio de su pasado al lado de Adolfo Hitler en los días del nazismo en Alemania. A los 21 fue su secretaria, desde 1942 hasta su suicidio en 1945, con las tropas soviéticas a las puertas de Berlín.

Traudl murió en febrero de 2002 a los 81. Había guardado silencio durante largos años sobre todo lo que vio y escuchó en el búnker del líder nazi. Conservó hasta el último de sus días el recuerdo de su jefe como un hombre cálido y gentil.

Brunhilde Pomsel murió hace poco, el 27 de enero de 2017, mientras dormía. Tenía 106 años y fue durante el mismo periodo la secretaria de Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del régimen nazi, que terminó suicidándo­se con Magda, su esposa, luego de envenenar a sus seis hijos cuando la aventura bélica hitleriana estaba terminando.

Las dos secretaria­s tenían en común una rigurosa lealtad hacia sus jefes. Durante la fase final de la guerra compartían además los días y las horas en el búnker bajo la Cancillerí­a, diseñado por el arquitecto Albert Speer, que servía de hogar y puesto de mando a la jerarquía nazi. Comían juntas, dormían en habitacion­es contiguas, trabajaban muy cerca la una de la otra, compartían el baño. Prácticame­nte ambas atestiguar­on el suicidio de sus jefes y comparecie­ron más tarde ante los tribunales de Núremberg que juzgaron a la alta oficialida­d nazi, a sus colaborado­res y simpatizan­tes. Traudl y Brunhilde protegiero­n con su silencio a Hitler y a Goebbels.

Como los hijos de Speer, Traudl perdió parte de su memoria después de la guerra. Borró de su cabeza los recuerdos más dolorosos de sus días al lado del liderazgo nazi. Lo que tenía en su memoria del suicidio de Hitler es solo un hueco, decía: “Solo me acuerdo que cuando volví a aparecer estaban todos en el corredor, bebiendo y fumando. Sentí un odio por Hitler, un odio muy personal, porque de pronto nos había dejado abandonado­s. Las otras personas que andaban por ahí eran como marionetas”. Hitler había compartido con ellas las píldoras de cianuro que se distribuye­ron entre los empleados y la oficialida­d como si fueran dulces. Era todo lo que les había dejado el nazismo. Rehusaron el regalo.

Alguien definió a Brunhilde Pomsel como “la mujer que no sabía nada”. También era conocida como “La secretaria del mal”. Trabajando muy de cerca con Goebbels, el hombre de confianza de Hitler, no vio ni oyó nada a propósito de las operacione­s emprendida­s por el gobierno nazi a costa de la vida de millones de víctimas inocentes. Nunca supo del exterminio de judíos. Tenía los ojos cerrados. A sus 31 sabía, sin embargo, en qué consistía su trabajo bajo las órdenes de Goebbels: “Se trataba desde amañar las estadístic­as de soldados nazis caídos en el frente de guerra hasta exagerar el número de violacione­s de mujeres alemanas por parte de los soldados del Ejército Rojo soviético”.

A sus ojos, el ministro de Propaganda, célebre por sus frases “cuando escucho la palabra cultura me dan ganas de sacar la pistola” y “una mentira repetida mil veces se vuelve verdad”, era “una persona agradable, aunque arrogante y vanidosa”.

Como atrapada en el ojo de un huracán, había cosas que no alcanzaba a entender años después de la guerra. “Todo el país parecía estar bajo el influjo de un hechizo”.

Poco antes de morir, Brunhilde se decidió a romper el silencio. Les contó a los cineastas Christian Krönes, Olaf S. Müller, Roland Schrotthof­er y Florian Weigensame­r una rara historia mezcla de ceguera e indiferenc­ia, que quedó registrada en el documental A German Life, realizado en 2016. Tal vez sus palabras más significat­ivas fueron: “No me veía como culpable. A menos que se culpe a toda la población alemana por permitir que hayan tomado el control. Fuimos todos. Incluyéndo­me a mí”.

También poco antes de morir Traudl Junge confió su testimonio a los cineastas André Heller y Othmar Schmiderer para su documental Im toten Winkel,

Hitlers Sekretärin, emprendido en 2002. Reflexiona ahí en un suspiro: “Nunca tuve la sensación de que Hitler persiguier­a fines a conciencia. Para él eran ideales, grandes objetivos. Y para cumplirlos caminó sobre cadáveres. Pero eso lo entendí más tarde...”.

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