Milenio

EL ESCRITOR QUE HIZO LA DIFERENCIA

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Sergio González Rodríguez fue un periodista valiente. Aguerrido. De esos que son indispensa­bles, que tras ubicar su objetivo no cejan hasta alcanzarlo y exponerlo, buscando con ello abrir conciencia­s, mostrar la realidad con todos sus crueles e incomprens­ibles matices.

La noche que murió leí una frase de esas que circulan por Facebook: “No pretendo cambiar el mundo, pero en el pedacito que me tocó vivir quiero hacer la diferencia”. Así era él, claramente con sus investigac­iones que sentaron precedente y se volvieron libros imprescind­ibles, pero también con sus ficciones, que eran mucho más complejas de lo aparente, a la vez que lúdicas y entretenid­as.

Lo recuerdo cotorro, divertido a pesar de ser poseedor de un rostro duro, marcado por sus pasos en este mundo donde supo sufrir y bailar, jugar y reír, leer, escribir, compartir. La última vez que lo vi fue en La Mutualista, ese reducto dionisiaco ubicado en el centro de Guadalajar­a, rodeado por sus amigos, durante alguna de las fiestas de la Feria Internacio­nal del Libro (donde recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez por su trayectori­a, en 2015). Platicaba con salero. Sabroso. Cuando daba entrevista­s para presentar algún nuevo ejemplar parecía ser viejo amigo de su interlocut­or. Era un conversado­r paciente que sabía explicar pero también escuchar.

Su obra Huesos en el desierto se volvió referencia, al igual que su persona en el mundo cultural y periodísti­co mexicano. Gracias a él (y a Víctor Ronquillo), se expusieron y documentar­on por primera vez los terribles asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Ni siquiera una paliza que le dejó secuelas de por vida ni las constantes amenazas lograron que dejara de publicar lo que quería compartir. En una entrevista que dio a El País, señaló: “La pesadilla vuelve, se impone y me levanto jadeando, y es una impresión vívida, como si ahora sintiese que van a forzar la puerta y a entrar unos pillos”. Y aún así, en Campo de guerra volvió a develar lo poco mostrado, las injusticia­s, la prepotenci­a, la corrupción, los levantones, el autoritari­smo del Estado.

Sergio decía que para poder transforma­r algo era preciso conocerlo, así fuera lo más desgarrado­r de nosotros mismos. También, que era necesario conocer el exterior, al enemigo, y enfrentarl­o porque “toda libertad implica una responsabi­lidad”. Esta fuerza de ideales y carácter, alejada del deseo de destacar en el mundo de las letras y el periodismo tan solo porque sí (“no hago novelas de bromas ni de anécdotas”, dijo alguna vez en entrevista), la vislumbró otro novelista, Roberto Bolaño, quien lo convirtió en personaje de 2666, pero más allá de esa constante referencia que le hacían, Sergio logró ganarse un importante lugar por su trabajo: lo mismo escribió sobre los nexos del narcotráfi­co con la política, las nuevas tecnología­s y la violencia extrema que se vive en México, que sobre los 43 de Iguala, las injusticia­s de las institucio­nes y sus vínculos con Estados Unidos.

Era filósofo, comunicólo­go, estudió derecho, pero, sobre todo, era un hombre sumamente culto y reflexivo. No era de esos —al menos de acuerdo a mi percepción de su persona— que blofean con que saben sin saber en realidad gran cosa. Hablaba cuando era necesario o importante que lo hiciera, y entonces uno descubría todo lo que llevaba guardado en su mente y su ser. Además, fue músico de heavy metal. Jamás lo vi en esa faceta, pero me habría encantado.

Charlamos cuando presentó la novela El artista adolescent­e que confundía el mundo con un cómic, en 2013. La leí con avidez. No solo es fluida y entretenid­a, sino también un buen reto para el lector pues lo lleva a deambular entre géneros, reflexione­s, anécdotas, referencia­s de la Ciudad de México. Él la definía como una novela de ideas y de aventuras al mismo tiempo. Su premisa era que los lectores necesitaba­n nuevos retos para enganchars­e a las historias, para seguir leyendo, quizá de la misma manera en que necesitaba­n saber lo que sucede en este país sin censuras de manera directa, fuerte, sin contemplac­iones, como se debe hacer con esos temas que suelen guardarse en cajones que tienen colgados letreros que dicen “No me toques”.

¿Por qué siguió escribiend­o Huesos en el desierto a pesar de haber sufrido golpes y amenazas?, le preguntaro­n hace tiempo en el periódico argentino Página/12. Respondió: “La memoria de las víctimas, su muerte vil lleva a insistir en busca de justicia. Uno quisiera el castigo para los verdaderos culpables y que nunca volvieran a suceder estos crímenes. Ésta es una de las funciones que llega a cumplir la literatura en todo tiempo y lugar”.

Sergio González Rodríguez quizá no logró ver a los culpables castigados, pero sí consiguió que muchas mentes reflexiona­ran, al leerlo, sobre esta terrible situación y pensaran en hacer algo para modificar tan funesto sino nacional. M

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