LA VICTORIA NO DEBIERA SERLO TODO
Uno de los problemas del modelo presidencialista, en comparación con regímenes donde se requiere mayoría para gobernar, es que introduce una especie de lógica absoluta, donde debido a que el ganador se queda con todo, así gane por un solo voto, el instrumentalismo campa a sus anchas y, como bien sabemos en México, no se escatima ningún recurso o escrúpulo con tal de obtener la ansiada victoria. Se pierde así en sentido estricto cualquier efecto relativo o incremental, pues a fin de cuentas se trata de ganarlo o de perderlo todo, e incluso el propio análisis de resultados se somete implacablemente tanto al imperio del triunfo como al de lo numérico. Se crea con ello una especie de votante arquetípico un tanto metafísico, al que se le adscribe un mandato que probablemente ningún votante de carne y hueso encarna verdaderamente, pero en realidad no importa porque rápidamente enfocamos nuestras energías hacia la siguiente elección —y qué mejor si se trata de la más jugosa de todas, la presidencial—, donde se repetirán a gran escala las mismas campañas huecas, el mismo lodazal que emponzoña cada vez más nuestra vida pública, y alguna nueva variante del mismo ganador de siempre, votado por un porcentaje menor al 20 por ciento de la población total.
En cambio, y por odiosas que resulten las comparaciones entre países con realidades tan diametralmente distintas, esta misma semana en Reino Unido el Partido Laborista obtuvo una derrota formal que ha dejado sumamente esperanzados no solo a los propios laboristas, sino a todos aquellos que llevan años clamando por un golpe de timón al despiadado modelo neoliberal que representan tanto los conservadores ingleses como, por ejemplo, la enorme mayoría de los partidos políticos mexicanos, por no hablar de la intelectualidad orgánica que, bajo el manto del liberalismo a ultranza, en los hechos termina por defender activamente un statu quo del cual llevamos ya décadas conociendo los resultados fundamentales. En el caso inglés es la minoría derrotada la que cobra preeminencia, pues cuenta con suficientes votantes como para que se cuestione fuertemente el rumbo dictado por la exangüe mayoría. Por el contrario, en nuestro caso las estrategias se perfilan en torno a conseguir a como dé lugar convertirse en la minoría fragmentada triunfadora, pues de ahí derivará un poder tan absoluto en lo simbólico, pese al obligado contrapeso legislativo, que en muchos sentidos para efectos prácticos equivale a haberlo procurado con una aplastante mayoría.
Ojalá al menos entre los partidos políticos que formalmente continúan considerándose progresistas prevaleciera un poco de sensatez ética y moral, para comprender que en el mediano y largo plazo no existe mejor receta electoral que la congruencia y la fidelidad a los principios pues, como recién vimos en el Estado de México, las eternas luchas intestinas entre plataformas que, cuando menos en teoría, debieran ser relativamente similares, fragmentan lo suficiente como para que vivamos en una espeluznante repetición perpetua que no solo produce la misma realidad igualmente espeluznante, sino que ocasiona un correspondiente desánimo que incapacita para imaginar cualquier otra realidad incluso ligeramente distinta a la que padecemos en la actualidad. m