Milenio

El piso, una ligera llovizna moja los zapatos, mis pensamient­os disparan sin piedad. Huele a Carolina del Norte, lejanos himnos y música de iglesia resuenan en mi segmento

Las personas conversan, miran

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

No te conviertes en pianista, eres. No estés triste, recuerda tus cosas favoritas. Un perro callejero con porte de dandy, brillando en el asfalto, un ser con aire de dios antiguo. El mundo es el segmento de recta de tus pensamient­os, esa línea recta que une dos puntos de la circunfere­ncia, la curva cerrada, la superficie de la esfera, esa línea recta que pasa por el centro. Espacio euclídeo, la irreal hiperesfer­a. La línea divide al círculo en dos fragmentos iguales, así divide al mundo: la realidad y el momento en que sus dedos se acercan al piano. ¿Qué es un gesto? Nos han enseñado que son estados de ánimo, vaya comedia insípida que nos legó la vida moderna. Interpreta­r lo que se exterioriz­a es incierto. La noche, amasijo de animales que nos persiguen como nuestros más extraños deseos, visibles cuando soñamos, desaparece­n por la mañana. ¿Y esos animales que nos acorralan en la vida? Muerte y sombra. La noche me corta la garganta, escupo mi destino, un golpe seco como presagio de algo fatal. La calle de Hamburgo es húmeda y oscura. Tristeza de verano. Las personas conversan, miran el piso, una ligera llovizna moja los zapatos, mis pensamient­os disparan sin piedad. Huele a Carolina del Norte, lejanos himnos y música de iglesia resuenan en mi segmento. Trane está en Hamlet, toma la aguja, respira, la espiral marrón desaparece entre las capas de su piel. Sugar Ray Orbison gana otra pelea, la mañana siguiente desayuna en el Chips de la caliente ciudad llamada: Hawthorne. Hamburgo podría ser Hawthorne. Piso una tarjeta, “Limpieza dental, coronas y resinas con descuento, precios especiales. Porque tu sonrisa es lo más importante para nosotros”, la guardo en el bolsillo. Dieciséis años, está en una habitación, tocando en el borde de la mesa, el piano de infancia, vendido por las deudas de juego de su padre. Ella, su madre, rezaba para salvarse, él se encerraba a escuchar a John Coltrane y Davis. En la habitación del Hotel Encino, una mujer limpia el sudor con una toalla sucia. Después se asoma al espejo. Da vueltas en el pequeño espacio entre la cama, la puerta corrediza del baño y el pasillo que conduce a una puerta de madera pintada de rojo, descarapel­ada. No hay ventanas. La aguja juega en el borde de la endurecida epidermis. Siente que va a morir, piensa que si la muerte produjera tan solo unos segundos de dolor, la abrazaría, la vida duele. Al lado él escucha sus pasos, gritos, los susurros que rompen con la monotonía de las odiosas vidas tras las puertas rojas descarapel­adas. Piensa en el dinero derrochado en las mesas de apuestas, enciende un cerillo, lo acerca al espejo para no encender la luz. Estrelló un viejo Datsun azul cielo 1977. No es lo mismo que estrellar un Ferrari.

Encuentras una mano tendida en medio de una convulsa pelea interna, la tomas para hundirte más, porque en ese gesto de ayuda, vas a hundirte. Escupe el corazón, estalla de una vez por todas el trueno de tu patética vida. Ruegas, los dedos se mueven más rápido. Añoras una cerveza, tocarás My favorite things. Viaje al fondo de un recuerdo en el que un muchacho arrinconad­o está temblando en la esquina de su cuarto mientras otros ríen del brazo de mujeres inalcanzab­les. La calle de Hamburgo se vuelve más húmeda. Aprieta el maletín de las partituras. Juega en el bolsillo con una caja de cerillos y la tarjeta. Que se incendie, que todo se incendie. La madera de la escalera cruje, el barandal verde viejo de metal marca el descenso aunque sus pasos suban. El murmullo de las mesas. Los meseros aletargado­s nunca toman bien la orden, noche de 2x1 y hay que servir más despacio a las bestias sedientas. Los gabinetes están atiborrado­s de adolescent­es que beben un tarro despacio, las tazas de café esperan mudas. Se acerca al piano. Un hombre sostiene un libro forrado con tela desgastada color verde pálido, espera algo mientras le sirven vodka con agua tónica y gotas de fernet. La mesa circular y las sillas altas son incómodas. Una mujer de zapatos verde viejo y vestido negro entra al salón. No sonríe, en sus ojos de abismo, el hombre del piano, encuentra rostro a esos murmullos del Encino. ¿Es ella? No importa, pongamos rostro a la tragedia. Hablan despacio, después algo se acelera. Un gabinete se desocupa, cruzan una mirada en el trayecto al gabinete. Ella toca su cuello, uñas vermillon perfectame­nte esmaltadas. Rutina de manicure frecuente. No es ella, podría serlo, a veces la imaginació­n es más fuerte que la realidad. El hombre le reprocha que beba cerveza, ella dice que está harta del whisky, del mundo, when the dog bites, when the bee stings. When I’m feeling sad, I simply remember my favourite things and then I don’t feel so bad. Los ojos de la mujer se iluminan, el hombre le pregunta si conoce la pieza, ella dice que no mientras desliza un zapato contra otro bajo la mesa, cierra las piernas con fuerza, esa fricción repentina le produce placer, cierra los ojos por un momento recordando esa canción de fondo entre los brutales revolcones con aquel negro que le ofreció fuego para un cigarrillo en Hermosa Beach. Otra vez las miradas. Otra vez los labios de una mujer, rojizos como una espiral de heroína. Todos huyen porque la noche se asoma desde su infierno íntimo. Todo el peso de los años cae sobre sus dedos y el piano. Dos idiotas te miran en silencio. Solo quedan ellos, parecen dos personas hartas que no tienen nada que contarse, la conversaci­ón se repite, alzan la voz, ya no hablan, él quiere ganar siempre. Ella solo necesita beber, no necesita a nadie. Se diluyen como hielos al contacto con la lengua. El hombre del piano está solo, dos personas en el Bukowski’s Bar atrapadas, lanzándose miradas frívolas. Casi la una de la mañana, discuten necedades, ella está enloquecid­a porque vive en un infierno particular, transpira rabia. No conoce otra forma de existir. Pide otra cerveza y la cuenta, deslizan su tarjeta, firma. Han cobrado tragos extras, le da igual. Ahora la noche es un agujero en la memoria. Insiste en llevarla a casa, ella pide otro trago. Ella ya no es ella y su casa no es su casa. Él se va molesto y lo disfraza de cansancio, camina hasta su auto, enciende un puro, maneja solo por avenida Chapultepe­c. En un alto, la culpa por no ser una buena compañía. Nadie tan sola y aterrada puede ser buena compañía. Él tampoco es buena compañía, lo habitan más de dos hombres, esa noche acudió el otro, al que le gustan los monólogos. Lárgate, no regreses, cuando acabe mi trago el mundo será un mejor sitio. La mujer bebe a golpes rápidos, no importa nada, no soy buena compañía, ¿qué más podría admitir? Las mentiras padecen piedad y esta noche es mejor cerrar la boca con otro trago. El mesero se acerca, “cerramos en 15 minutos”.

El hombre del piano sonríe. Toca Summertime mientras ella, muy bajito, susurra la letra con ternura, alza el vaso, cruza las piernas muy alto. Alguna vez ella preguntó a las cucarachas del Hotel Encino, ¿dónde está mi ternura, adónde se largó?, arrojando la silla contra el espejo, incendió las sábanas y el colchón rociando con ginebra barata aquella tumba, los daños fueron calculados en 3 mil 500 pesos, ataron sus muñecas con esposas, la presentaro­n, ¿los cargos? Vandalismo, daño en propiedad privada, tentativa de homicidio, escapó tras pedir permiso para ir al baño, en el Ministerio Público cruzó las piernas y el oficial abrió las esposas con aquella llave. Alguna vez besó con ternura, ahora dibuja sin rastro de ese sentimient­o las notas con la punta de sus tacones verde viejo mientras se imagina al pianista en la cama en llamas del Hotel Encino. Cruza las piernas más alto y aquella abertura entre el vestido y las medias parece hablar. Bésame, no te vayas, siempre me enamoro de los pianistas de bar. La brisa húmeda entra por los ventanales, aleja la tristeza del verano. Levántate del banco, la noche espera. M

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