Sigamos con los putos
Los hombres, en este país, nos comunicamos a punta de palabrotas. Es algo universal. Es diferente, con las mujeres: las malhabladas habitan únicamente los extremos del abanico social; te las encuentras en la clase alta y las detectas, cuando toca, en los estratos populares. Sin embargo, nunca escucharás gruesos epítetos en labios de una clasemediera. Finalmente, los valores tradicionales sobreviven gracias a ese gran sector de la población que cultiva, con inconsciente y espontánea naturalidad, el más acendrado conservadurismo. Es más, ahí jamás podrás preguntarle a uno de los individuos de la subespecie sobre su “mujer” (habrá que inquirir sobre su “señora”) ni perpetrarás la descomedida rudeza de señalar que esas tales damas paren o amamantan.
Pero, en fin, entre machos nos pendejeamos todo el tiempo y endosarle un sonoro “puto” al más inútil o cobardón de la pandilla es cosa de todos los días. En lo personal, jamás he siquiera vislumbrado que soltarle “maricón” al compañero que no logra consumar una determinada acción, de las tantas que exige la cotidianidad, pudiera ser un “acto de discriminación”. El espectro de la homosexualidad jamás se me ha aparecido en el momento de proferir el improperio. Digo, es algo tan incorporado al habla rutinaria que difícilmente le puedes atribuir contenidos censurables y condenables por la corrección política. De la misma manera, calificar a un sujeto de “hijo de puta” no es otra cosa que destacar su condición de canalla absoluto, sin que uno se detenga siquiera a considerar la naturaleza desaforadamente sexista de la expresión. De hecho, ¿sería algo obligadamente malo ser hijo de una infeliz prostituta? Dentro de algún tiempo, imagino, será prohibida la fórmula con ejemplar severidad.
Bueno, pues cuando los mexicanos salimos fuera de nuestras fronteras o nos codeamos con ciudadanos de otras proveniencias, resulta que venimos siendo unos auténticos impresentables. Y sí, es cierto que nos comportamos muy mal en muchísimas ocasiones y que un tosco compatriota apagó, meándole encima, la llama eterna dedicada a la memoria de los combatientes desconocidos. Fue en París, creo. Pero, lo de gritar “puto” en los partidos de futbol es, para empezar, una costumbre local —aunque no de antigua genealogía sino de muy reciente cuño— y, en segundo lugar, no se trata, creo, de algo deliberadamente discriminatorio.
No debe ser, sin embargo. Así que, o nos ajustamos a estos tiempos de obligada urbanidad o, qué caray, nos vamos a quedar fuera de toda posibilidad de demostrar, por fin y luego de décadas enteras de ilusionarnos, que el Tri le puede plantar cara a Alemania o a Argentina.
O sea, que ya no hay que gritar “puto” en los estadios, oigan.