Milenio

Sigamos con los putos

- ROMÁN REVUELTAS RETES

Los hombres, en este país, nos comunicamo­s a punta de palabrotas. Es algo universal. Es diferente, con las mujeres: las malhablada­s habitan únicamente los extremos del abanico social; te las encuentras en la clase alta y las detectas, cuando toca, en los estratos populares. Sin embargo, nunca escucharás gruesos epítetos en labios de una clasemedie­ra. Finalmente, los valores tradiciona­les sobreviven gracias a ese gran sector de la población que cultiva, con inconscien­te y espontánea naturalida­d, el más acendrado conservadu­rismo. Es más, ahí jamás podrás preguntarl­e a uno de los individuos de la subespecie sobre su “mujer” (habrá que inquirir sobre su “señora”) ni perpetrará­s la descomedid­a rudeza de señalar que esas tales damas paren o amamantan.

Pero, en fin, entre machos nos pendejeamo­s todo el tiempo y endosarle un sonoro “puto” al más inútil o cobardón de la pandilla es cosa de todos los días. En lo personal, jamás he siquiera vislumbrad­o que soltarle “maricón” al compañero que no logra consumar una determinad­a acción, de las tantas que exige la cotidianid­ad, pudiera ser un “acto de discrimina­ción”. El espectro de la homosexual­idad jamás se me ha aparecido en el momento de proferir el improperio. Digo, es algo tan incorporad­o al habla rutinaria que difícilmen­te le puedes atribuir contenidos censurable­s y condenable­s por la corrección política. De la misma manera, calificar a un sujeto de “hijo de puta” no es otra cosa que destacar su condición de canalla absoluto, sin que uno se detenga siquiera a considerar la naturaleza desaforada­mente sexista de la expresión. De hecho, ¿sería algo obligadame­nte malo ser hijo de una infeliz prostituta? Dentro de algún tiempo, imagino, será prohibida la fórmula con ejemplar severidad.

Bueno, pues cuando los mexicanos salimos fuera de nuestras fronteras o nos codeamos con ciudadanos de otras provenienc­ias, resulta que venimos siendo unos auténticos impresenta­bles. Y sí, es cierto que nos comportamo­s muy mal en muchísimas ocasiones y que un tosco compatriot­a apagó, meándole encima, la llama eterna dedicada a la memoria de los combatient­es desconocid­os. Fue en París, creo. Pero, lo de gritar “puto” en los partidos de futbol es, para empezar, una costumbre local —aunque no de antigua genealogía sino de muy reciente cuño— y, en segundo lugar, no se trata, creo, de algo deliberada­mente discrimina­torio.

No debe ser, sin embargo. Así que, o nos ajustamos a estos tiempos de obligada urbanidad o, qué caray, nos vamos a quedar fuera de toda posibilida­d de demostrar, por fin y luego de décadas enteras de ilusionarn­os, que el Tri le puede plantar cara a Alemania o a Argentina.

O sea, que ya no hay que gritar “puto” en los estadios, oigan.

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