Es el orgullo, wey
Me gusta ir a las marchas del orgullo gay. No solo porque es imposible no pasarla bien entre gente desinhibida y eufórica en mínimas cantidades de spandex, sino porque, a pesar del cliché en el que se han convertido esos eventos, hay que recordar que en 13 países la bisexualidad u homosexualidad se castiga con la muerte y en decenas de otros sigue siendo considerada delito o enfermedad. Que nadie se sienta progresista porque en México oficialmente ya no: la discriminación, la hostilidad y el hostigamiento son realidades tan injustas como cotidianas y arraigadas.
Viendo pasar la marcha del fin de semana pasado, pensaba yo en que no hay tal cosa como un día del orgullo buga. No lo hay porque la heterosexualidad es una realidad ordinaria y aceptada, algo que nadie cuestiona; ¿qué no debía serlo también la homosexualidad? Por supuesto, pero no lo es, y supongo que por eso hay marchas. En Canadá, la de este año fue encabezada por su primer ministro, Justin Trudeau, quien tuiteó una foto suya ondeando con entusiasmo una bandera canadiense con fondo de arcoiris y un breve texto: Love is Love.
Hay pocas cosas más horribles que no poder salir por la calle de la mano del ser amado, conteniéndose de plantarle un beso en la mejilla o de acariciarle la espalda, como hacen sin pensar, sin necesitar temer la reacción del policía de la plaza o del gerente del restaurante, las parejas normales. Habiendo dicho eso, no deja de ser fastidioso que en estos tiempos de corrección política la igualdad se tenga que justificar o sublimar vistiéndola de rosa azucarado: lo que menos imaginaban los primeros activistas, los que se jugaban desde la cárcel hasta el linchamiento, era uncirse al yugo de las convenciones sociales y anidar con sus parejitas en una bonita colonia con jardín y electrodomésticos de marca. Ellos peleaban ferozmente el libre ejercicio de su sexualidad: ir al bar o al antro de su elección a pasársela bien para luego llevarse a la cama a quien más les gustara, cuantas veces quisieran, sin que el Estado o la sociedad pudieran decirles un carajo de cómo vivir sus vidas.
Lo demás es condescendencia. M