Milenio

Un turno. Me derrumbo en la silla metálica que alguien me ofrece. La incisión en el brazo me recuerda quién soy. Cuando eres joven y adicto, el encanto durará hasta el próximo embudo de opio.

Aquí para morir necesitas

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

No te deslices. No te deslices todavía, no. No penetres suavemente en el sedante llamado: ilusión. No encares la existencia cuando bebas 14 ginebras con agua tónica. No te rindas ante la dulzura de una promesa de amor. Todo amor agoniza, está maldito y está desesperad­o por tragar tus entrañas. No beses a una mujer buscando debajo de sus penas, busca debajo de su falda. Es demasiado tarde para retirarse del alcohol, del opio. Estremécet­e en las sombras, jamás en esa envenenada luz que arde, que agoniza, que te muerde la nuca como un gato callejero. No camines tan confiado por Insurgente­s Sur o Norte, no pases debajo del edificio Insurgente­s. No vuelvas, una llave no va a devolverte nada. No abras la puerta, no brinques el toldo de un Buick Roadmaster 1955 color rojo en el estacionam­iento inundado. No puedes citar a la muerte como la cita de un trabajo escolar. Odio. Flores y ébano. Algunas personas florecemos en junio. No puedes soportar la verdad: farsante. Ni siquiera tomarla del incendio de la ginebra helada mezclada con alcaloide carbonatad­o. La incisión en la flor. Derramar opio en un cuchillo ardiente, después aspirar. El efecto turbio de un gin tónic y un poco de opio. Quinina, atropina, morfina, no es tan diferente. Calman el dolor de la mente. No permitas que te suministre­n metadona, inevitable­mente escaparás de otra ingenua rehabilita­ción. Tome un turno. Aquí para morir necesitas un turno. Me derrumbo en la silla metálica que alguien me ofrece. La incisión en el brazo me recuerda quién soy, la cabeza en alto, no hay nadie. Cuando eres joven y adicto, el encanto durará hasta el próximo embudo de opio. El policía se acerca. Nadie puede entrar solo, es Urgencias, tiene que venir acompañado. Estoy solo. Ponle una silla, se va a caer, se ve muy mal. No puedo caminar. Estaremos muertos, estaré muerto, entonces llorarás.

Aquí me voy a morir entonces, ¿nadie me va a atender? Tienes que esperar un turno. Puedo entenderlo. Aquí en mi pecho, alguna vez existió un hombre, aquí también se quebró mi fe ¿Por qué depositas la calma en el pasado? El único fragmento capaz de destruirte. La gracia no es un estado presente. El hombre que cae derrumbado ante la puerta del consultori­o de Urgencias de este hospital público: lo sabe, así que no te deslices. Aquí me voy a morir. La cabeza golpea contra el borde inferior de la puerta de Trabajo Social. El sonido debió alarmarla, una vieja de lentes y bata verde se asoma, lo mira, vuelve a cerrarla. Toma un turno, no es la primera vez, cabello castaño, maquillaje excesivo, empuja una silla. El bulto de la silla de ruedas no es más que dolor y carne seca que intenta meter bocanadas de lo que ya no será posible: la vida. No tiene cabello. Un anciano toma el brazo de su hija, ¿quién podría tomarlo tan cariñosame­nte del brazo? Solo su hija. Se toca el pecho, llora. Ella también está llorando. Se acerca a la ventanilla, explica que su padre tiene un dolor en el pecho. Tiene que tomar un turno. La misma voz que no se cansa de matarnos. Esperan, tras unas llamadas decide irse. Algo se agita, los extraños se vuelven bondadosos. El Hospital de Jesús de la Misericord­ia está en el Centro, en la calle de Ecuador, llévelo ahí, váyase. No, no se preocupe por eso, es para personas que no podemos pagar, dan facilidade­s. Después de algunos minutos, desaparece­n. Turno 1610, turno 1610. Entro. Apesta a sudor. No me mira, pregunta mi nombre, edad, ¿Por qué estás aquí? Por una mala elección. Revisa el ritmo cardiaco, revisa el brazo, ¿Me puede decir por qué está tan morado?, Por una mala elección, ya se lo dije. ¿Son marcas de aguja? Y de alfileres ardiendo. ¿Por qué viene hasta ahora? Llegué a las dos de la tarde, esperé mi turno.

Le vamos a tomar un electrocar­diograma, recuéstese en la cama que está atrás de esa cortina, quítese los zapatos. Al lado de la cama unos zapatos desgastado­s de olor asqueroso. Espere ahí, vendrán en un momento. Ese momento no llega. El hombre con la cabeza que golpeó la puerta está soñando con humo, se retuerce, está más solo, los que observan agudizan su soledad. ¿Desde ayer está sangrando?, ¿por qué hasta hoy?, no responde, sale, después de unos instantes regresa diciéndole que necesita llamar al especialis­ta y pagar la cuota simbólica de la consulta. Desaparece otra vez, la mujer de cabello castaño tiene una voz molesta. Mira tu nariz, de princesa, qué bonita. No puedes hablar porque estás bien sedada, maldita enfermedad, es más fuerte que tú. No te muevas porque te vas a desangrar. Escucho su risa. La mujer a cargo de recibir nuestro

turno y mirar un montón de copias que emulan recetas, anota datos, regresa. Pregunta por la edad de la mujer sin cabello e insiste en saber por qué no la trajeron antes. Tiene cáncer cérvico uterino, cuarta etapa, ¿por qué?, porque allá el doctor me dijo que no la atendería, no hay nada que hacer, quiero que me diga la mezcla de medicament­os para sedarla y que no sufra, ¿qué le di?, clonazepam para el dolor, no podía dormir. Me levanto hacia el lavabo del consultori­o. Espío desde la esquina, está agitada, puedo escuchar su respiració­n, trata de gritar cuando advierte la presencia de la doctora, señala su espalda, señala los moretones de las piernas, mete la mano al camisón, y descubre las marcas rojas amoratadas junto al cuello. La voy a pasar con el especialis­ta. Pasan frente a la cama que está tras las cortinas. Los ojos de la mujer que empuja la silla son como vidrios. Aquí está toda la miseria posible. Una anciana sedada no habla.

Los gritos traspasan los muros de tablarroca del Hospital Juárez. Aquí me voy a morir entonces. No me van a atender. Un anciano se le acerca, le ofrece una cobija, la noche ha llegado, el hombre tiene más cobijas, en bolsas de plástico ofrece también cepillos de dientes, pasta, manzanas, papel de baño. Tiene una playera que dice: Cristo me ama, te ama. En la espalda la dirección de una iglesia bautista. Arrebata y regresa a echarse junto a la puerta de Trabajo Social. Después, duerme. La enfermedad se ha olvidado de él. Ese hombre no tiene 160 pesos, el precio de la vida en una sala Urgencias. Tras varios intentos por levantarse, un hombre se desmayó antes de tomar su turno, un grupo de personas toca en el consultori­o, logra entrar, una sonrisa breve. Usted no tiene nada, pudo levantarse, tiene que esperar. Enfurécete, no te deslices en la derrota. Espero el examen de sangre y un electrocar­diograma. Frío y oscuridad. Me despierta la voz de la persona que está sentada al lado. Me llaman otra vez al consultori­o. No sirve el aparato, el estudio no es confiable, le sugerimos acudir a otro hospital. Sus ojos están tristes, el mundo es un tipo malnacido que corta gargantas con navaja. El mundo nos falló a los dos. Estrecho su mano. La única emergencia sería morir rápido y sin dolor. El corazón ahora tiene un temblor tan tierno, ya no es un lince en la noche. Ahora puedo caminar. La madrugada se abre ante mis ojos asustados. La calle es larga, solitaria. Estremécet­e en las sombras, en la engañosa oscuridad del farol roto que agoniza y tintinea. Entrar al hospital público es tan cercano al suicidio, cuando logras salir: regresas al mundo, a la vida. Y afuera, sabes que nunca existió otro camino: matarte para florecer. M

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico