La verticalidad del sistema
La estructura de poder mexicana es vertical. No de ahora, de siempre. Viene desde el México prehispánico. El poder recaía en un gobernante, el huey tlatoani, que regía de manera omnímoda. Esta forma de gobierno fue sustituida, como consecuencia de la Conquista, por el sistema virreinal. El virrey, como el tlatoani, mandaba de manera absoluta. En ambas formas de gobierno, la disidencia estaba prohibida. Los rituales del sacrificio o la saña de la Inquisición se encargaban del orden.
Al independizarse México de España (1821), viene un período de inestabilidad política. La verticalidad del ejercicio del poder se resquebrajó. Hubo más de 40 períodos presidenciales entre 1821 y 1867. Algunos mandatarios permanecían solo unos días. No fue hasta la derrota del Segundo Imperio, con el fusilamiento de Maximiliano, que el poder empieza a concentrarse otra vez. Benito Juárez fue el artífice. Sin embargo, no es hasta el porfiriato (a partir de 1876) que la estructura de poder recobró su gen absolutista. No había lugar para la discrepancia. La estabilidad política volvió y un innegable crecimiento económico ocurrió durante las tres décadas porfirianas, a costa del silencio, la represión y la inamovilidad de la sociedad.
El porfiriato se agotó, como todo modelo. La sociedad encontró, poco a poco, caminos para expresarse contra el régimen opresor. Vino la Revolución (1910) que trastocó la verticalidad del sistema. Madero, que llegó al poder por la vía de las urnas, fue asesinado (1913). A partir de 1917, y con una nueva Constitución, asume el poder Carranza. Fue asesinado en 1920. La turbulencia política no estaba bajo control. Los caudillos que hicieron posible la Revolución tenían también aspiraciones presidenciales. Obregón, quién llegó a la Presidencia (1920), murió en su intento reeleccionista (1928). Elías Calles, su sucesor, propuso construir el México institucional; se gestó el PNR, el abuelo del PRI. La verticalidad del sistema volvió a vislumbrarse en el horizonte.
A partir de 1934, el país ha disfrutado de una estabilidad sexenal: 13 periodos presidenciales ininterrumpidos, más uno contando. La verticalidad fue reencontrada. Ha habido crisis y cambios durante este largo período. El movimiento de 1968 ya anunciaba el malestar y las ansias de cambio. La alternancia del 2000 volvió a trastocar esa verticalidad: el poder se bifurcó. El tlatoani empezó a compartir el poder con otros actores políticos. El presidencialismo omnímodo, por tanto, se fracturó. Las disidencias y las oposiciones florecieron y florecen. Hoy en día existe un gran descontento con el sistema actual, con los partidos, con la clase política. Un hartazgo con el PRI y con AMLO. La creación de un frente amplio opositor, se supone, podría ser un remedio para desecharlos. Sin embargo, ese frente, de constituirse, desequilibraría la verticalidad del sistema porque su diseño contempla un solo espacio para ocupar la cumbre. Habría un conflicto enorme al momento de designar al líder: lo importante, antes que todo, es una refundación institucional. Con base en nuestra historia, ese frente es una utopía, un desplante voluntarista, la que no hay que despreciar. Sin embargo, por ahora, no se le ve futuro. M