Ética, democracia y ciudadanía: los nuevos planes de estudio
El camino de la escuela es lento y gradual, pero es el más seguro para consolidar el respeto que la ciudadanía sienta, tenga y practique por la ley y las instituciones
La semana pasada la SEP presentó, tras un amplio periodo de consultas acerca del Nuevo Modelo Educativo con maestros, padres de familia, especialistas y estudiantes y, después, trabajando colectivamente con cerca de 100 expertos en diversas disciplinas, el plan y los programas de estudio (PPE) que entrarán en vigor en la educación básica a partir del ciclo escolar 2018-2019.
El documento (goo.gl/564m2C) introduce una serie de cambios y avances pedagógicos que buscan incidir de manera eficaz y decisiva en los “aprendizajes clave” para una educación integral y lograr el perfil deseable de los estudiantes al egresar de cada nivel educativo.
Si bien es cierto que los PPE están organizados en campos o ámbitos usuales en los mapas curriculares, como el pensamiento matemático, la comunicación, el lenguaje o los temas asociados a la salud, el medio ambiente natural y el entorno social, también incluyen innovaciones que son y serán cruciales para la construcción, desde la escuela, de lo que Guillermo O’Donnell llama una ciudadanía de “alta intensidad”, una democracia consolidada y robusta, y un sentido ético en las decisiones de la vida cotidiana.
Por tanto, la pregunta que válidamente puede formularse es ¿por qué, en un mundo dominado por los desafíos económicos, tecnológicos y productivos, poner énfasis en áreas aparentemente distantes como la formación cívica y ética, o, más bien, en el modo de superar el déficit que de ésta se observa en el tejido social? Veamos.
El primer componente tiene que ver con la emergencia en México de una democracia todavía temprana que ha arrojado algunos de sus bienes —digamos la normalidad electoral, el ejercicio pleno de las libertades o el acceso a la información— pero no necesariamente otros como asumir que el cumplimiento de la ley forma parte, o debiera, del orden natural de las cosas en una comunidad civilizada, entre otras razones, porque esa conducta es producto de un sistema institucional y de pesos y contrapesos que funciona, pero también, y sobre todo, porque los miembros de esa comunidad internalizan que vivir dentro de la ley es un valor en sí mismo y es el pegamento que cohesiona la vida colectiva.
De allí que los PPE pretendan impulsar al estudiante a construir criterios de comportamiento ético basados en principios democráticos y a desarrollar “capacidades y habilidades que les permitan tomar decisiones asertivas, elegir entre opciones de valor, encarar conflictos, participar en asuntos colectivos y actuar conforme a principios y valores para la mejora personal y el bien común”.
Es decir, si como afirman Juan Linz y Alfred Stepan ninguna democracia puede por sí sola “asegurar la presencia de banqueros honorables, de empresarios con iniciativa, de médicos que se dediquen a sus pacientes, de profesores competentes, de intelectuales y artistas creativos ni, incluso, de jueces honestos”, entonces es crítico inducir desde los primeros años una nueva pedagogía de la naturaleza y los alcances de la democracia (y sus limitaciones) para contar con una vida pública más plena.
Es verdad que el camino de la escuela es lento y gradual, pero es el más seguro para consolidar uno de los fundamentos esenciales de la normalidad democrática y del sistema de valores en el que una sociedad cree: el respeto que la ciudadanía sienta, tenga y practique por la ley y las instituciones.
El segundo aspecto que dentro de esta parte destacan los nuevos PPE se relaciona con la construcción de ciudadanía y, por esa vía, de capital social. Pongámoslo de la siguiente forma: el pensamiento convencional supone que, como regla general, una sociedad, mientras más años de escolaridad tiene, toma decisiones más sensatas y racionales.
Probablemente esto ha dejado de ser cierto o, por lo menos, automático. Por ejemplo, en diversos países de América Latina —Argentina, Chile o México— la escolaridad ha ido en aumento, pero esto no se ha traducido en niveles mayores de valoración democrática.
Y lo mismo sucede con la partici- pación política, electoral y social, un elemento esencial de vida pública saludable. En México, por ejemplo, un estudio del INE y El Colegio de México sobre calidad de la ciudadanía muestra que, después de 2000, la abstención electoral ha oscilado entre 40 y 50 por ciento, lo que contrasta con las elecciones presidenciales de 1994 cuando fue de 76 por ciento, sin haber vuelto jamás a estos niveles tras la alternancia, a pesar de que sí ha habido aumentos de escolaridad.
El mismo estudio reporta, además, que es bajísimo el porcentaje de quienes concurren a actividades comunitarias: solo 11 por ciento y, peor aún, entre este reducido universo es más elevada la participación (24.5 por ciento) de quienes tienen solo secundaria completa que de los graduados universitarios (14 por ciento).
Desde luego las explicaciones del fenómeno son variadas, pero es evidente, como lo sugieren los nuevos PPE, que ya no basta con tan solo escolarizar, sino que es indispensable trabajar mucho más en nuevos enfoques, experiencias y contenidos en la educación básica.
El tercer elemento de los PPE, posiblemente el más complejo, es la formación ética. El problema se asocia, por un lado, con un serio déficit en la manera como se internaliza y transmite el concepto y la práctica de la legalidad en los procesos de socialización de niños y jóvenes, tanto en la familia como en las iglesias, la escuela y los medios, que son los formadores tempranos.
Pero también, por otro lado, con la manera como interactúa una persona en otros terrenos como el medio ambiente, la diversidad y los conflictos que se presentan en entornos propios y distintos. En este sentido, la meta de los PPE es ambiciosa sin duda.
Se trata de inocular positivamente un sistema que transfiere valores, dentro de una comunidad, mediante el fortalecimiento en el alumno de una adecuada capacidad de discernimiento, de la habilidad para valorar lo justo e injusto dentro de un marco de principios y de producir una especie de efecto imitación, donde esos valores individuales generen comportamientos colectivos perdurables.
En este punto hoy sobresale a la vez una conducta y una contradicción, casi psicoanalítica. Según los estudios de opinión, los mexicanos manifiestan tener valores positivos en general, pero la percepción de incertidumbre en la que están inmersos diluye el capital social e incentiva a maximizar el beneficio privado, así sea por mera protección individual.
La debilidad institucional y la ausencia de códigos colectivos parecen ser una de las causas de esa tendencia: es “malo hacer algo ilegal”, pero al mismo tiempo es inútil, como lo sugiere una encuesta de CIDAC y Fletcher School que encontró que alrededor de 40 por ciento de los ciudadanos cree que es de “tontos cumplir la ley” si la mayoría no lo hace.
Aquí está una clave en este diseño educativo: crear una racionalidad y un ambiente que permitan a las personas identificar, dentro de un conjunto determinado de opciones, la decisión correcta desde el punto de vista legal y ético, incluso cuando, como lo dicen bien los PPE, hay que hacer “elecciones informadas entre dos opciones acertadas”. Dicho de otra forma: se trata de lograr que los principios normativos, morales y democráticos sean el fundamento de un ethos colectivo.
Un proceso de esta naturaleza es pausado, porque tiene que ver tanto con la articulación de un entorno comunitario donde la honestidad sea internalizada como algo valioso, como con la educación y los valores que se imparten y transmiten en los procesos formativos y en la manera como pasan a construir ciudadanía, que es lo que se proponen en este aspecto en particular los nuevos PPE.
Desde este punto de vista, su eficacia consistirá en invertir lo que algunos llaman el “circuito de recompensa” y sus motivaciones por otras que le provean al alumno —y mañana al ciudadano— de las herramientas necesarias para que asuma lo ético como algo que enriquece la vida individual y social.
En suma, quizá la virtud no se enseñe, como creían los griegos. Pero se puede aprender a ser virtuoso. M
Alrededor de 40% de la población cree que es de “tontos cumplir normas” si la mayoría no lo hace “La escolaridad ha ido en aumento, pero eso no se ha traducido en mayor participación”