Milenio

Uriel o de la deshumaniz­ación

- RICARDO MONREAL

Tiene 3 años de edad. El jueves 25 de mayo fue internado de emergencia en el hospital pediátrico del IMAN, frente a Perisur. De los mejores del sector público, al menos hasta esta fecha.

Uriel presentaba un cuadro de convulsion­es y espasmos, sin que su madre acertara a precisar la causa. El niño había padecido otras enfermedad­es, pero nada tan preocupant­e como las convulsion­es.

Llegó al hospital y después de resistirse a recibirlo, “porque no hay camas”, ante la gravedad del cuadro terminaron por ingresarlo.

Le pidieron que comprara un antibiótic­o, ya que el hospital carecía de la medicina. Costaba mil 300 pesos. Tardó casi seis horas en conseguir el recurso y comprarlo.

Durante los siguientes cuatro días, Uriel fue estabiliza­do, pero no se reponía del todo. Las convulsion­es habían cesado, pero ahora un cuadro de calentura y fiebre impedía darlo de alta. No acertaban tampoco a precisar las causas.

El miércoles 31, la madre se retiró unas horas para dirigirse a su domicilio por ropa y alimentos, pero al llegar al mismo, una llamada del hospital la inquietó.

“Tiene que regresar de inmediato, no le podemos decir por aquí qué pasó”.

En el hospital, la madre fue informada de que Uriel había sufrido “complicaci­ones cardioresp­iratorias” y había fallecido.

La joven madre no daba crédito a lo que escuchaba, ya que todos los reportes de rutina eran “delicado, pero estable”.

Postrada de dolor y confundida con lo sucedido, la madre empezó los trámites para la inhumación de su hijo único. Por ser madre soltera y tener una condición económica precaria, el hospital le ayudaría a no cobrarle un precio alto por los servicios. De todas formas debió pagar mil 600 pesos. La autopsia le sería perdonada a Uriel.

En compañía de una tía, la madre acudió a una de las funerarias aledañas al panteón 20 de Noviembre, ubicado en Tlalpan. Contrató un servicio funerario de 10 mil 500 pesos, el más económico, que incluía trámites, una caja sencilla y una cripta vertical. Los familiares y el panteón sugerían incinerar sus restos. La madre se opuso.

A Uriel lo velaron toda la noche del martes 30 de mayo y el miércoles 31 al mediodía el sepulturer­o del panteón estaba colocando la tapa de mármol a una fría gaveta de cemento.

Ese miércoles por la noche, la tía recibió una llamada urgente del panteón. Los veladores de la sala habían escuchado lamentos, golpes secos de madera y un llanto incesante provenient­e de la cripta de Uriel. Procediero­n a retirar la losa, a sacar la caja de madera y a sacar a Uriel de la caja entre llantos de dolor, con la cara y brazos rasguñados por la desesperac­ión y el terror.

Uriel fue traslado de emergencia al hospital Gea González, donde le diagnostic­aron que padece epilepsia, y fue dado de alta una semana después, con las recomendac­iones del caso. Hoy se repone en su casa, con su madre, su abuela y su tía.

El director del IMAN no quiere saber nada del caso. Dice que él no atendió a Uriel. Que el médico que lo estuvo viendo todo el tiempo era un pasante, que ya no asiste al hospital y no se sabe de su paradero.

Ante la advertenci­a de que el hospital sería demandado, personal del nosocomio ha buscado a la madre de Uriel para decirle, entre recomendac­iones y amenazas, “déjalo así, no te metas en más problemas, lo más importante es que Uriel está vivo”.

Para ellos empieza ahora otra pesadilla: la procuració­n de justicia. El pequeño Uriel libró la epilepsia, la autopsia y la incineraci­ón. Que la justicia institucio­nal no lo condene ahora al sepulcro de la impunidad. M

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