El conductor de un
Microbús tiene un dilema: darle o no una lección al joven que hace unos días se subió a robar
Manejar desde la Condesa a Coapa. Ida y vuelta. Una y otra vez. Lunes a sábado. De las 5:10 a las 21:00 horas. Aunque el micro es suyo, Armando Jiménez paga 9 mil pesos mensuales para que lo dejen trabajar en la ruta. Gana en promedio, ya libres, 4 mil 500 pesos a la semana. Vive en Legaria con su novia y una hija de cuatro años. Le alcanza.
Los problemas son el encierro y el cansancio. El encierro que se convierte en asfixia. El cansancio que se convierte en angustia. A través de la entrega, Armando aprendió a evadir los peligros de su mente. Se entrega al estrépito y al paisaje. A los fragmentos urbanos que sobre ruedas atraviesa. Y atravesar el mismo punto en horas distintas es una experiencia nueva. Las mismas cosas nunca son las mismas cosas.
Está, por ejemplo, el punto en el que Insurgentes (en diagonal) y Viaducto (en vertical) cruzan Nuevo León y a partir de ese momento la avenida deja de llamarse Nuevo León para adoptar el bélico nombre de División del Norte.
Durante el primer trayecto del día, pasar por ahí es una experiencia vertiginosa y abierta, hecha de profundos espacios urbanos que se extienden sin obstáculos a ambos lados entre visiones de anchas calles chuecas, oscuras y casi vacías.
Hacia las 2 de la tarde, pasar por ahí es una experiencia inmóvil y hermética, hecha de hostiles coches estacionados atrás, adelante y bajo los semáforos que unos a otros se bloquean cualquier posibilidad de salida.
A veces, cueste lo que cueste —costo que normalmente implica violar el reglamento—, Armando debe forzar una salida. Si no llega del punto A al punto B en el tiempo que le establece el dirigente de la ruta, lo congelan en la base 50 minutos. Y congelarse en la base significa perder —si es hora pico— hasta 300 pesos.
De sus pasajeros habituales tiene una preferida: esa mujer vieja que desde hace tres años aborda su micro varias veces al mes a las 5 de la tarde frente al Museo del Automóvil. Una mujer sonriente que cada que se sube lo saluda con un “que tenga muy buena tarde joven”, y eso —la amabilidad— en su oficio es algo infrecuente.
También está ese joven de ralo bigote y castaño pelo rizado, de nariz de gancho y bufanda larga que subió el miércoles 19 de julio frente a la Alberca Olímpica al mediodía, lo amenazó con una pistola y le quitó casi mil pesos. Exigió a cada pasajero 200 y golpeó con el puño la cara de una muchacha.
Al lunes siguiente, volvió a verlo en el mismo lugar. No le hizo la parada. Ahora a Armando se le ha metido a la cabeza la idea de —si lo encuentra por tercera vez— darle una lección al ladrón. Vengarse. Aún no tiene claro qué hará. Solo sabe que no va a quedarse de brazos cruzados. m