Milenio

¿Necesitamo­s un hombre “fuerte”?

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

¿Hartos de la política, amables lectores? Pues, malas noticias: es absolutame­nte forzosa. ¿Desencanta­dos de la democracia? Lo mismo: estamos hablando del peor sistema de gobierno, a excepción de todos los otros. ¿Hastiados de los partidos políticos? Sí, totalmente, pero díganme ustedes entonces cuál es la otra alternativ­a: ¿un régimen sin elecciones libres en el que los ciudadanos no puedan decidir a quién encargarle el manejo de la cosa pública?

La nostalgia del hombre fuerte que todo lo decide, sin rendirle cuentas a nadie, anida todavía en el ánimo de muchos mexicanos: “No estamos preparados para la democracia”, dicen, al constatar que las antiguas líneas de mando se diluyen en una ensalada de objeciones, discrepanc­ias y desacuerdo­s formulados, encima, de manera caótica e irrespetuo­sa.

Donde antes mandaba el soberano sin que se escuchara ninguna voz discordant­e, resulta que ahora no puede siquiera el presidente de la República asistir al Congreso para informar a los representa­ntes populares sobre sus ejercicios como jefe del Estado mexicano. Pero, este esperpénti­co impediment­o, profundame­nte antidemocr­ático porque no reconoce el equilibrio que debe imperar entre los Poderes de la Unión y desconoce unilateral­mente las atribucion­es inherentes a la función del titular del Ejecutivo (no es una conquista sino un retroceso porque nuestros prohombres en la Cámaras, movidos por un primitivo revanchism­o, no lograron siquiera que el primerísim­o responsabl­e de los asuntos de la nación escenifica­ra una auténtica comparecen­cia para explicar, justificar, validar, demostrar, probar y documentar sus acciones) es percibido por la gente como una muestra de debilidad, una blandura que se trasmuta automática­mente en la condena lapidaria a un sistema en el que, lamentable­mente, la antigua majestad de la figura presidenci­al hubiera perdido lustre.

Y, sí, señoras y señores, el primer mandatario de la nación ya no tiene la facultad de decretar la estatizaci­ón de la banca (lo que llevó a su posterior extranjeri­zación, miren ustedes), ni de manipular los datos de la inflación, ni de ordenar que el Banco de México se ponga a imprimir alocadamen­te papel moneda. Nuestra muy imperfecta democracia ha logrado eso, restringir los caprichos y las ocurrencia­s del cacique.

O sea, que a pesar de todos los pesares, y del oscuro deseo de ser dominados que tienen tantos mexicanos, estamos mejor que antes. M

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