Milenio

Pregunta si puede invitarle algo. Ella acepta. No tiene motivos para hacer amistad con extraños. Todas las personas que conoce, algún tiempo fueron amables extraños que más tarde la decepciona­ron

Un hombre mayor le

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

La maldita lluvia arrasaba con los nidos de pájaros urbanos que comen plástico. Imposible regresar a la habitación. La primera vez que miró su pequeño cuerpo temblando, entendió la razón por la que renunció al budismo. La destrucció­n y la belleza dialogaban en ese rostro. Los ojos repletos de asombro, tal vez miedo. Un gemido débil. No podía regresar a la habitación. La cabeza muerta estaba rodeada de sangre y lodo. El pequeño cuerpo mojado se acercó a sus pies. Nunca había tenido un gato, solo perros. Aquella avenida remota en sus recuerdos, cobró fuerza. El presente es una carga pesada. Un impulso la llevó hasta ahí. Entendió una vez más que nadie puede evitar los encuentros. La desesperac­ión es una forma de encontrars­e, la sensación de no alcanzar nada nos acerca a lo que somos. Alguien lo puso ahí, entre la lluvia, entre los pasos que no se detienen, en las miradas de asco. El dolor es ineludible como el destino. La cabeza tiene marcas y está aplastada, se acerca, huele, un olor extraño, el que despiden los que acaban de morir, ella vio morir a su amante de 55 años en los fierros retorcidos de un Porsche, conoce la agonía. Cierra sus ojos, verde-amarillo, apagados por la crueldad. Tras oler el cuerpo muerto, aquel delgado cuerpo tembloroso la siguió unos pasos. Ella se detuvo, por compasión, no por lástima: el peor sentimient­o que puede gestarse en el interior. La libertad se burla, decide llevarlo consigo porque se ha quedado solo. Desgraciad­os los que pueden elegir. No puede regresar a la habitación del Hotel Galveston. Se agacha, lo toma con cuidado entre sus brazos, el poder de unos ojos profundos taladra su memoria, la obliga a llorar. Está cansada. Busca en el pasado un poco de compasión por sí misma. Lo aprieta suavemente contra su cuerpo, también está mojada, ha dado vueltas por todo Insurgente­s Norte sin decidirse a volver a la habitación número 9. No sabe qué hora es. Decide caminar por Puente de Alvarado. Se detiene a la altura del Metro Revolución, mira al otro lado de la avenida. Tal vez podría pasar la noche ahí. Las escaleras: cama temporal, comedor, baño y hogar de otros desafortun­ados como ella. Cuando cierran, todos se acomodan a las orillas de la entrada o en las puertas metálicas, los más afortunado­s amarran ahí, plásticos con mecates que los cubre del frío. Cuando el Metro abre, deben levantarse. Durante algún tiempo se acostumbró a dormir por el día, vagar toda la noche.

Mira sus ojos, en la oscuridad de Insurgente­s Norte, no había notado que son azules, un azul intenso, claro. Su expresión le recuerda a los ojos de Elvis Presley. Recuerda el Hotel La Paloma, en la calle de Orozco y Berra. Mete dentro de la sudadera el cuerpo que ha dejado de temblar, ahora se estremece en ronroneos largos. Busca en los bolsillos, 260 pesos. Paga al recepcioni­sta cuatro noches. Sus gestos no deben delatarla. La vida en la calle y hoteles de paso, desgasta. No es estúpida, siempre guarda una sudadera limpia en buen estado para no levantar sospechas, pagar por adelantado le da la oportunida­d de quedarse una semana, salir huyendo, ahorrarse dos días de hotel. Cuando no alcanza para una habitación, el parque Dos de Abril tiene una banca reservada, si todo sale mal siempre puede dormir en alguna azotea de las vecindades de puerta abierta, el riesgo es grande, lo toma cuando no queda opción. Sube las escaleras, lo libera, no ha pensado qué hacer si descubren a su huésped, por fortuna es silencioso.

Decide bañarse, solo pudo sacar una pequeña bolsa, con dos playeras, un par de zapatos, un cepillo, una vez más, perdió algunos libros. Piensa en Dostoievsk­i, ¡qué solo debe sentirse en el buró de la habitación número 9 del Galveston!, el recepcioni­sta lo va a tirar, también tirará su único abrigo, es un imbécil. Abre la llave del agua caliente, cierra los ojos. Un sonido la asusta, es un maullido débil, se ha sentado en la taza del baño, se acicala entre el vapor. Usa las toallas con un poco de asco. Ella no estuvo en esa situación años atrás. Se pone una playera. El espejo deforma más su imagen, es opaco, la materia no siempre es reflejo de lo que nos habita. Se acomodan juntos en la cama y en la oscuridad le cuenta que la está pasando mal, que no puede volver, que ya no es ella. Mientras acaricia su cara, descubre cicatrices, de pelea o daño intenciona­l. Enciende la luz al notar un hoyo cerca de la nuca. Le faltan algunos bigotes, así que por eso tambaleaba­s. Esa cara quemada, el lomo con pequeños círculos de piel expuesta. Por alguna razón él la miró a los ojos, porque el cuerpo no representa nuestra historia. Los ojos no son el espejo interior, son abismos o pedazos de hierba fresca. Se arrepiente del egoísmo que la habita, piensa en la cabeza aplastada del que lo acompañaba, ¿o era hembra?, ¿cómo saberlo?, llega hasta su nariz el olor del hambre, alguien cocina una sopa instantáne­a.

No le queda un peso. Decide vestirse y salir por una lata de atún, conseguirl­a, la conocen en una tienda cerca de Bernal Díaz, de último momento decide ir a la Flor Asturiana.

Acodada en la barra pide un ron con agua mineral. Le faltan 18 pesos, es el 3 de septiembre de 1998. El cantinero le extiende un plato de sopa. Un grupo de hombres celebra algo, alcanza a reconocer a uno de ellos, cliente habitual de la cantina. Sus amigos, igual que él, españoles, viejos que se reúnen a recordar, beben hasta agotar el dinero de sus carteras. Se acerca. La reconoce. En el grupo un hombre mayor le pregunta si puede invitarle algo. Ella acepta, pone la distancia desde el primer momento, es un trago, no necesita sonreír. No tiene motivos para hacer amistad con extraños. Todas las personas que conoce, algún tiempo fueron amables extraños que más tarde la decepciona­ron. La invitan a sentarse en la mesa. Alguien habla de música, entonces recuerda que también puede hablar de música. Habla de Beethoven y recuerda cuando caminando con Goethe, el compositor se negó a reverencia­r a la nobleza austriaca. El escritor se inclinó, el músico avanzó altivament­e. Le preguntan qué está tomando, por ahora ron, más tarde me gustaría beber un buen vodka. Uno de los hombres agita la mano en el aire, un mesero se acerca. Ella recuerda el hambre del que la espera. La lata de atún, tras algunos tragos, la obtendrá. —¿Qué decides? ¿vodka o ron? —Vodka tónic, con twist de limón. El mesero regresa con su trago, no agradece que se inclinen los esbirros, los cortesanos, los escritores mediocres, ella toca de memoria el último movimiento de la sonata 29. Los viejos ríen con sus palabras. Silenciosa­mente rompe las barreras que se impone. Los convence de que pidan mariachis. Los hombres ponen billetes sobre la mesa, irá por ellos. Por alguna extraña razón confían en ella. Toma un taxi hasta Garibaldi, logra un buen trato, le sobra más de la mitad del dinero, 900 pesos, los guarda. Una furgoneta destartala­da y seis mariachis borrachos rumbo a la cantina. Recarga la cabeza en el vidrio, él no ha comido. Entran tocando, se despide. Ahora puede comprar cinco latas de atún, un paquete de galletas Ritz, tres jeringas, alcohol del 96, un litro de vodka y un paquete de chocolates. La lluvia no cesa, azota suavemente las espaldas de los caminantes de la noche. Entra a la habitación, está dormido sobre la cama, destapa el atún, cuando se acerca puede ver que tiene la mandíbula chueca, está levemente zafada.

Intenta comer sin lograrlo. Introduce la comida con su dedo, embarra sus dedos de atún, un poco de agua del lavabo. Usa una de las jeringas para suministra­rla. Los ojos inocentes transforma­n el presente. Destapa los chocolates. Come todos, duerme. Y la mañana llegó, no para ella, porque algo está muerto desde hace tiempo, ¿cuántas veces intentó reírse del dolor?, ¿cuántas se gritó a sí misma?, estaba tan sucia por dentro para el asombro, reconoce que algo tranquilo puede crecer dentro de ella. Abandonaro­n el hotel en la séptima noche. Caminando por Reforma encontró un anuncio: “Estamos contratand­o”, lo deja en una jardinera, entra. Al salir la está esperando. Lavar vasos en el Hotel Sevilla Palace, la posibilida­d de un cuarto. La pensión cerca del panteón de San Fernando parece un sitio limpio. De contraband­o lo introduce en la sudadera tras firmar la hoja y pagar. Aprieta la llave en la mano. Dentro, todo parece mejor. Llueve. Se acuestan en la cama. Antes de mirar sus ojos, no conocía la belleza. Tiempo después, las heridas del cuerpo, cerraron, la mandíbula soldó. Pudo comer por si mismo tras una lenta recuperaci­ón. La mañana llegó para ella. Se pone el uniforme para el trabajo. Besa su frente: Galveston es un nombre con estilo. Reconoce que no la ha pasado mal. M

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