Milenio

¿EL FANTASMA SOY YO?

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3 de noviembre de 1985. Mis padres habían salido de la ciudad. Mi hermano y yo llegamos de una fiesta por la noche y observamos que, en un sillón de la sala, había ropa de hombre colocada como representa­ndo una figura humana masculina: un par de zapatos en el piso, un pantalón extendido sobre el asiento, una camisa en el respaldo, con un sombrero y lentes oscuros.

Mi tío Reinaldo (hermano de mi papá), había fallecido el día 15; como ya se le había aparecido a mi tía Marina en sueños, creímos que se trataba de su fantasma. Me dio escalofrío­s, pero se aclaró el asunto más tarde, cuando mi papá, El Pocho, nos informó que la sala estaba tan regada que, antes de salir, se le ocurrió hacer una figura con la ropa. Me entristecí porque ya me había ilusionado con la prueba de que algo sobrenatur­al había ocurrido en la vida real, no en películas ni libros ni series de televisión. Descubrí que la decepción es peor que el terror. Quería un fantasma que alegrara nuestras vidas.

Un fantasma es el peor enemigo de la monotonía, la certeza y la normalidad, es la prueba irrefutabl­e de que toda esa gente que se las da de muy científica, racional y superior al pensamient­o mágico se puede ir derechito al infierno. Es el triunfo de lo pendejo sobre el intelecto. Quienes nos enorgullec­emos de nuestra irracional­idad, los que queremos que la realidad no se reduzca a la aburrida materia cotidiana: puertas, calles, sanitarios, escaleras, necesitamo­s la prueba irrefutabl­e de la existencia de un fantasma.

La cajita con las cenizas de mi madre, Lety Pérez, reposan sobre mi altar desde hace más de un año; desde entonces, he tenido más experienci­as sobrenatur­ales de lo normal (o lo paranormal). Cada vez menos frecuentes, eso sí, pero que me hacen reflexiona­r sobre el derecho a tener fantasmas.

Abigail y Toño, quienes ahora ocupan la habitación de mi madre, tuvieron que hacerle una misa porque percibían su aroma y sentían su presencia.

La verdad, yo no tengo problema con tener fantasmas en mi casa porque vivo solo y no me molesta que hagan ruidos y cosas así, ni me parece mal un poco de compañía (aunque lamentable­mente descarnada, pues no pueden ayudarme a lavar los platos).

Dos personas han vivido en esta casa: mi ex doctora ayurvédica, Sofía, y la talentosa actriz Maya Mazariegos; ambas aseguran haber sentido una presencia masculina.

Mayita dijo que le había hablado al oído y una taza voló hacia un retrato de su mamá. Una amiga común dijo haber visto las piernas de un hombre sentado en la cama, pero la verdad es que yo no había percibido cosas raras hasta que traje las cenizas de mi mamá a casa, en lo que se da la oportunida­d para enterrarla­s en Tlaxcala.

Mi primer susto fue cuando las colillas de los cigarros que le ponía de ofrenda se colocaron en hilerita, fuera del cenicero. Luego, a los tres meses de su muerte, un cuadro se cayó en la madrugada y encendió la luz del altar.

Cada vez pasan menos cosas raras, pero pasan. Este año, mientras me tomaba unos tequilas en La Caribeña, observé mi muñeca izquierda y tenía cicatrices en las venas, como señales de un intento de suicidio. Las palpé, ahí estaban. A la mañana siguiente desapareci­eron, entonces lamenté no haberles tomado una foto con el celular. ¿Sufriré ya delirium tremens?

Una mañana, al salir de la ducha, no encontré el cinturón de mi bata de baño. La busqué en los bolsillos de la bata, en el baño, en mi recámara, nada. Casi una semana después, a punto de escribirle un recado a Silvia (la señora que me lava ropa), el cinturón estaba en su sitio, rodeando la bata.

En agosto, echando las cartas del tarot, me levanté para ir al baño. Al regresar, dos cartas se habían cambiado de lugar: el Rey de Oros (que me representa­ba), por El Diablo (que señalaba lo que tenía que tener cuidado). ¿Delirium tremens o más allá?

No se si el espíritu de mi mamá ronde la casa o la del hombre que, al parecer, ya andaba por acá (o más fantasmas), solo quiero decir que si están aquí, es que no quieren o no pueden irse, como mascotas extraviada­s; no pierdo nada con aceptar su compañía. En vez de hacer misas y exorcismos prefiero que se sientan aceptados y queridos. Al parecer, están condenados a seguir entre nosotros, entre el PRI, la miseria y la violencia, como los vivos. Vivir con fantasmas es legal y tenemos derecho a ello. Algún día también moriré, como ellos, y mi suerte dependerá de la Gran Mente que Nos Está Soñando, no de mí ni de ti ni de nadie. m

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