Nombres propios
Nuestra vida pública tiene a veces, en los últimos tiempos, el aire de una lánguida, interminable telenovela, llena de falsos clímax, falsas soluciones, y sobre todo llena de nombres propios. Esta semana pasada parecía que la elección del año que viene, la democracia, el futuro entero dependía absolutamente del destino de Santiago, si se quedaba, si se iba. Y primero se iba, y luego se quedaba, y luego se iba. La semana anterior, todo se reducía al futuro de Raúl, que se discutió con furia incendiaria. Una y otra vez se detiene el Congreso, se paralizan las instituciones, el país está por irse a pique, no se habla de otra cosa —hasta que se olvida.
Esos héroes desechables sirven para llenar un vacío. No hay ideas, no hay programas, no hay oposición ni casi política, pero sí una insaciable necesidad de escándalos.
La prensa vive de eso, la gente se ha acostumbrado a eso, y para la clase política no hay nada más cómodo. Sin necesidad de pensar, se pueden adoptar poses para el bronce, y darle una trama a la política.
El juego empezó hace casi 30 años, con la integración de los primeros consejos del Instituto Federal Electoral. Por alguna razón, nos hicimos a la idea de que el nombramiento de unos cuantos notables sería garantía de transparencia, eficacia, legalidad. Desde entonces, cada vez que se elige a los miembros del consejo tenemos un drama parecido. Y lo mismo, poco más o menos, cuando se trata de elegir a los responsables de cualquiera de los organismos autónomos. Ahora la fiscalía, la Fepade.
En el fondo, lo que hay es una desconfianza irreparable hacia las instituciones. Que, por lo visto, todos o casi todos encuentran rentables. Y por eso procuran atizarla con cada nombramiento. La alternativa no es tan difícil de imaginar: integrar las instituciones para que funcionen de manera profesional, aburridamente burocrática, para que el jefe sea un personaje gris, desconocido y al final casi irrelevante. El invento se llama Estado, y a veces funciona mejor que el heroísmo. M