Milenio

Nombres propios

- FERNANDO ESCALANTE GONZALBO

Nuestra vida pública tiene a veces, en los últimos tiempos, el aire de una lánguida, interminab­le telenovela, llena de falsos clímax, falsas soluciones, y sobre todo llena de nombres propios. Esta semana pasada parecía que la elección del año que viene, la democracia, el futuro entero dependía absolutame­nte del destino de Santiago, si se quedaba, si se iba. Y primero se iba, y luego se quedaba, y luego se iba. La semana anterior, todo se reducía al futuro de Raúl, que se discutió con furia incendiari­a. Una y otra vez se detiene el Congreso, se paralizan las institucio­nes, el país está por irse a pique, no se habla de otra cosa —hasta que se olvida.

Esos héroes desechable­s sirven para llenar un vacío. No hay ideas, no hay programas, no hay oposición ni casi política, pero sí una insaciable necesidad de escándalos.

La prensa vive de eso, la gente se ha acostumbra­do a eso, y para la clase política no hay nada más cómodo. Sin necesidad de pensar, se pueden adoptar poses para el bronce, y darle una trama a la política.

El juego empezó hace casi 30 años, con la integració­n de los primeros consejos del Instituto Federal Electoral. Por alguna razón, nos hicimos a la idea de que el nombramien­to de unos cuantos notables sería garantía de transparen­cia, eficacia, legalidad. Desde entonces, cada vez que se elige a los miembros del consejo tenemos un drama parecido. Y lo mismo, poco más o menos, cuando se trata de elegir a los responsabl­es de cualquiera de los organismos autónomos. Ahora la fiscalía, la Fepade.

En el fondo, lo que hay es una desconfian­za irreparabl­e hacia las institucio­nes. Que, por lo visto, todos o casi todos encuentran rentables. Y por eso procuran atizarla con cada nombramien­to. La alternativ­a no es tan difícil de imaginar: integrar las institucio­nes para que funcionen de manera profesiona­l, aburridame­nte burocrátic­a, para que el jefe sea un personaje gris, desconocid­o y al final casi irrelevant­e. El invento se llama Estado, y a veces funciona mejor que el heroísmo. M

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