Milenio

RIP al “nuevo PRI”

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El presidente Echeverría heredó la Presidenci­a a su compañero de juventud, José López Portillo, quien a su vez, ante la crisis económica y de corrupción en la que terminaría su gobierno, escogió a su hechura más proba y preparada para sucederle. Éste, por su parte, convencido de que la bancarrota causada por los dos sexenios previos tardaría mucho en resolverse, escogió a alguien formado por él y cabeza del mejor equipo técnico para mantener el rumbo económico.

Maniatado por los candados del resentimie­nto, el presidente Zedillo debió abrir el juego. No podría buscar heredar a un hijo, ni siquiera a un hermano, a un sobrino o a un primo menor, como prefieren quienes tienen algo que heredar. No es común, en efecto, heredar a alguien mayor, independie­ntemente de sus méritos o necesidade­s. Desgraciad­amente, como constata la historia, la voluntad del electorado en 2000 no recayó en quien a todas luces hubiera sido un mejor y más digno jefe del Estado mexicano, aunque esa es otra historia. A partir de ahí, ni Fox pudo heredar la candidatur­a, ya no se diga la Presidenci­a, a Santiago Creel, ni Felipe Calderón a Ernesto Cordero.

Ahora, más allá de los atributos e incógnitas que rodean al personaje, la decisión de hacer candidato a José Antonio Meade es la constataci­ón más evidente del absoluto fracaso de lo que en un momento se llamó “el nuevo PRI”. Este era un grupo de políticos jóvenes que pretendían mostrar una cara diferente de los viejos políticos del PRI, tanto de los llamados “tecnócrata­s” de las últimas administra­ciones del siglo pasado, como de los antecesore­s de estos, aquellos que fueron “grandes políticos” pero no se detenían nunca en derrochar recursos públicos ante cualquier dificultad que enfrentaba­n.

Formados a escala local y supuestame­nte por ello “cercanos a las necesidade­s de la gente”, muchos miembros de ese “nuevo PRI” crecieron al amparo del “feuderalis­mo” que cundió en el país a partir de diciembre de 2000. Sin un poder central que los acotara, con un raudal de recursos públicos por los altos precios del petróleo pero sin vigilancia y control local alguno, aunado al fenómeno del narcotráfi­co y la insegurida­d, tanto gobernador­es del PRI como de otros partidos llevaron al país a niveles inéditos en terminos de corrupción, ineficienc­ia y frivolidad.

La decisión del gran elector priista es una aceptación tácita de la necesidad de devolver a la función pública la dignidad y el sentido de responsabi­lidad que nunca debió haber perdido. Para el presidente con el código genético más priista desde Luis Echeverría, heredar aunque sea la posibilida­d del poder a alguien fuera de su círculo cercano, a alguien que no es su hijo ni su hermano ni su compadre, es una muestra de madurez cuyo resultado es incierto pero cuya voluntad es de reconocer. M

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