¿Quién realmente desea la ley de seguridad interior?
La ley de seguridad interior no es una demanda de las fuerzas armadas, tampoco parece lógico que, en su último año, en pleno proceso electoral y con niveles de aceptación bajísimos, el gobierno federal se empeñe tanto en aprobar esta reforma. No se trata de una exigencia de los gobernadores ni del jefe de Gobierno, agobiados por la violencia en sus entidades. ¿Entonces, quién o quiénes desean que se apruebe la ley de seguridad interior? No tardará mucho tiempo en descubrirse que esta reforma es una exigencia o, para decirlo suave, una recomendación del gobierno de Estados Unidos, que tiene como propósito generar un contexto favorable a sus intereses al sur de su frontera, ante el escenario y los desenlaces políticos que pueden presentarse el próximo año.
La aprobación de la ley de seguridad interior será un enorme error del Congreso de la Unión y sus consecuencias serán lamentables para nuestro país en el corto y en el mediano plazos. Mi reconocimiento a las fuerzas armadas, pero no puede callarse el desatino que representa que el gobierno federal haya instruido a los generales secretarios de la Defensa y de la Marina intervenir en este debate y que el representante jurídico de la Sedena sea quien de hecho responda a los cuestionamientos en esa simulación de apertura que la Junta de Coordinación Política del Senado inició con los presidentes de las comisiones.
El dictamen que el próximo miércoles o jueves pretenden aprobar en el Senado PRI, PVEM, los rebeldes del PAN y sus aliados es inconstitucional, atenta contra los derechos humanos y pone en riesgo la paz social, uno de los elementos más apreciados por nuestro pueblo. Digamos las cosas como son. Esta reforma no se refiere únicamente a un cambio para regular la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad, para normar —dicen— lo que ya existe de facto. Se abandona la indispensable, esa sí, reforma en seguridad pública, para darle la vuelta por medio de la seguridad interior. En el fondo se trata de una transformación en el tipo de gobernabilidad, la cual ahora dependerá en sus partes más sensibles de los mandos militares y no de las autoridades civiles.
En el gobierno federal no solo se ha perdido la visión de Estado, sino el mínimo de responsabilidad. Por supuesto que el Presidente de la República, el secretario de Gobernación, el Consejero Jurídico, el encargado de despacho de la Procuraduría General de la República o algunos de sus múltiples asesores saben de los riesgos de esta reforma, pero no les importa.
Ignoraron las importantes observaciones y preocupaciones de la Organización de Naciones Unidas, de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, de la inmensa mayoría de académicos y especialistas, de las organizaciones civiles y de otros actores sociales. Han decidido aprobar esta reforma, que en el mejor de los casos será inútil: el Ejército no ganará la guerra con el crimen organizado. Se requiere ir al fondo del problema y esto tiene que ver con un nuevo modelo policial, el combate a la corrupción, el fin de la impunidad y el fortalecimiento a la prevención.
Si esta falta de visión y de responsabilidad es notable en el Ejecutivo, en el Poder Legislativo no se quedan atrás. Ni los órganos de gobierno de la Cámara de Diputados ni del Senado de la República han defendido la autonomía y la dignidad del Congreso. En ambas Cámaras existen expertos en derecho, especialistas en temas constitucionales que han guardado silencio ante una orden del poder. Qué mal termina este periodo ordinario de sesiones, con un Congreso sometido a las decisiones del gobierno federal y éste al servicio de las indicaciones de gobiernos extranjeros. M