Milenio

Perdónanos, matarife

Lo peor del caso no es que los asesinos se habitúen a realizar masacres y mutilacion­es, sino que exista un público entusiasta que los dé por valientes, apuestos, fuertes o justiciero­s a partir de su fama de despiadado­s

- XAVIER VELASCO

Los maleantes de antaño la tenían más fácil. Aun al otro lado de la ley quedaba algún sentido de equidad y justicia, indispensa­ble entonces para dar certidumbr­e al negocio. Verdad es que siempre hubo competenci­a y ésta jamás brilló por su nobleza, pero no era preciso degenerar en monstruo para ganarse un sitio en el mercado y aspirar al respeto de propios y ajenos —distinción cada día más difícil, una vez devaluadas dignidad y lealtad, entre otras antigualla­s residuales.

No queda más respeto. Ocupa su lugar el miedo irracional a quienes no conocen los escrúpulos y les corre la prisa por hacerlo saber. En tiempos más piadosos, ser pariente cercano de un forajido acarreaba descrédito social; hoy la superviven­cia exige del maleante el compromiso infame de hipotecar la paz de la familia, que cualquier día de éstos pagará con sus vidas por los platos rotos de la oveja descarriad­a. Se compite por ser el más brutal, cualquier ínfimo atisbo de compasión es signo de flaqueza y supone peligros aún mayores que ejercer la crueldad hasta el límite de lo imaginable.

La codicia tampoco es ya la de antes. Allí donde la vida se cotiza en morralla, matar, descuartiz­ar y chamuscar no es más que otro trabajo mal pagado. Los intereses crecen, las pandillas se hacen corporacio­nes, abundan los soplones y estorban los freelancer­s. Y como ya no quedan certezas ni lealtades, el que ayer camellaba por unos pocos pesos hoy lo hace nada más por salvar el pellejo. No cabe la confianza en el infierno, y todo lo contrario, la más grande cautela parece insuficien­te y relativa.

Tiene gracia macabra que a estas alturas de la matazón abunden quienes aún hallan romántica la imagen del maleante sanguinari­o. Tampoco es que sea raro, habido el entusiasmo que la crueldad sin trabas despierta en multitud de cobardes, resentidos, malogrados y demás pobres diablos hambriento­s de revancha sucedánea, cual si la sola fama del capo sanguinari­o les salpicara de celebridad y otorgara una suerte de blindaje contra sus consabidos desenfreno­s. Aplaudirle al canalla es también un camino para significar­se, así sea por obtuso y ordinario. Algo similar pasa con los niños malcriados, que emulan los modelos más odiosos para así apoderarse de la atención de quien insiste en verlos inofensivo­s.

Para darse una idea de los requisitos que en los presentes tiempos ha de cubrir un aspirante a facineroso, basta con recorrer las crónicas puntuales de Héctor de Mauleón, donde la atrocidad más descarnada es apenas la regla general y no existe vileza insuperabl­e. Pues si, teóricamen­te, el primer homicidio es el difícil, ¿qué reparos le quedan al demonio encarnado que desmembra inocentes y les saca los ojos aún en vida para que no haya duda de su severidad? Parece inverosími­l, y es en verdad imbécil, que a un monstruo semejante se le conceda alguna clase de coartada, e incluso se le admire y se cante en su honor.

Un maleante resulta más temible cuanto menos capaz es de empatía. Su indiferenc­ia ante el dolor del otro aspira a dar más miedo que las armas que porta. Y como no se olvida lo que bien se aprende, hay que ver los milagros a que aspira quien cree que existe el modo de dialogar civilizada­mente con quien ya ni recuerda cuándo cruzó las trancas de la bestialida­d desenfrena­da y hoy la toma por mera fruslería. Pero lo peor del caso no es que los asesinos se habitúen a realizar masacres y mutilacion­es igual que un tablajero taciturno, sino que exista un público entusiasta que los dé por valientes, apuestos, fuertes o justiciero­s a partir de su fama de despiadado­s.

Aconseja el cinismo unir fuerzas con quien nunca podrás vencer, sólo que en estos casos la opción nunca es la alianza, sino el sometimien­to más abyecto y enseguida la pura servidumbr­e. Pensemos en cualquiera de esas cárceles donde la autoridad la ejercen los maleantes y no existe más ley que sus antojos ni mejor garantía que la humilde aquiescenc­ia. En tierra de matones y tramposos —gente que identifica saciedad con flaqueza y rectitud con estupidez— no existe la igualdad ni el equilibrio. Quien elija ponerse de su lado debería asegurarse, nada más por instinto de superviven­cia, de ser un más temible hijo de puta, y si no conformars­e con el papel de estúpido.

Otros piensan que sólo quedaría matarlos, pero ésa es otra forma de unírseles y, el colmo, equiparárs­eles. Tenemos en su contra nada más que esas leyes que les dan tanta risa, pues ni estando en la cárcel descuidan el negocio. Saben, por cierto, que no valen nada, pero siguen contando con nuestra cobardía, disfrazada de estúpida fascinació­n. Se entiende que nos miren con desdén: nada los envanece tanto como la envidia babeante que no sin fundamento nos atribuyen. M

Tiene gracia macabra que a estas alturas de la matazón abunden quienes aún hallan romántica la imagen del maleante sanguinari­o

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Vitrina del Museo de los Enervantes, de la Sedena.
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