EL AÑO VIEJO EN EL METRO
Comencé a usar bastón por una cuestión de elegancia vintage. Cuando empecé a hacerlo también usaba sombrero y reloj de cadenita (como soy torpe, no pude con los tirantes, si no, hubiera sido un auténtico pachuco bailarín).
Quería verme deliberadamente viejo, ahora lo soy (una prueba es que todos los roqueros que quería ver en vivo, ya están muertos). Antes me ofendía cuando alguien me ofrecía el asiento en el transporte público, ahora lo acepto con humildad (porque sí soy un viejo y, aparte, un huevón).
Mi amiga Karina Morales escoge a las personas a las que les va a dar el asiento, yo en cambio, escojo quién me da el asiento, pues no consiento que mujeres de la tercera edad o embarazadas me dejen su lugar.
Una prueba de envejecimiento es cuando a las personas que antes veías jóvenes, ya las ves muy puteadas. Recuerdo haber visto a Facundo en Tele Hit, cuando era un chavillo cagado, ahora es un hombre calvo y gordo. El Werever Tumorro también ya empieza a tener sus arruguitas.
Cuando entro al vagón del Metro se levantan cinco personas, como si hubiera entrado un diputado, y es que mi aspecto ya es muy lamentable. Aparte de senil, el consumo de alcohol también ha hecho sus estragos, esculpiendo un rostro de proletario cansado, con sonrisa bobalicona de mariguano (en el Metrobús a veces me dejan entrar gratis, aunque no tengo bono de la tercera edad ni de discapacidad).
Mi papá, El Pocho, una vez se zafó del brazo de un cuidacoches que le estaba ayudando a bajarse del carro, mientras le decía: “Le ayudo, abuelito”. Mientras se zafaba, mi papá dijo enojado: “¡Chinga tu madre!”, y el cuidacoches comenzó a gritarle a los demás cuidacoches: “¡No le acepten monedas a este pinche viejo!”.
No entiendo esa manía por evitar los estragos naturales del tiempo. Conozco hombres que se pintan el cabello como si así pudieran engañar a la vejez y la muerte. En Acapulco, Mayita Mazariegos me pintó el cabello con un rojo discreto, y sí me gusta cómo me veo, pero fue un experimento que nada tiene que ver con ocultar las canas.
Me parecen patéticos los chavorrucos, ridículos individuos que se visten de playeritas, cuentan chistes malos y hablan coloquialmente con la chaviza.
Mientras viajo en el asiento que me acaba de dar el Año Nuevo, mi cerebro rumia pensamientos conservadores, pues pinto mi raya con ciertas nuevas costumbres.
Las bebidas, por ejemplo: no sé cuando comenzaron a ponerle hielos a las cerve- zas, luego salsas y al final ositos de goma. No me gusta la idea de ponerle dulce a todo. ¡He visto menús con hamburguesas y pizzas con duraznos en almíbar!
Todo se ha dulcificado al extremo y hoy la onda es ser friendly: pet friendly, vinyl friendly, gay friendly… ¡al diablo con los estúpidos friendlys! De esas bobadas se agarran los políticos para pasar por “alivianados”, como el absurdo “pacto de civilidad”, cuyo único fin es pasar, demagógicamente, por “civilizados” (lo cual, se supone que deben ser, porque es lo normal, sin necesidad de pactos), por ese camino no tardarán en crear el “pacto friendly” y malditos aquellos que no lo firmen, pues solo demuestran ser odiosos y enemigos de la gente positiva y friendly.
El fascismo de lo “políticamente correcto” se ha vuelto una epidemia zombie, de la que nos hemos salvado ciertos ancianos que defendemos nuestro derecho a gozar y expresarnos con sentido del humor.
Independientemente de si son chistes blancos, negros, colorados, racistas o sexistas, defiendo todo lo que provoque risa, que no solo es un derecho humano, sino una válvula de escape a tensiones sociales y biológicas.
Por la vía del fascismo políticamente correcto, se censura todo chiste agresivo (incoherencia total, pues las bases del humor son la exageración y la violencia, desde Charles Chaplin hasta James Franco, a quien aprovecho para felicitar por su Globo de Oro, y también al compatriota Guillermo del Toro).
En el humor, el arte y el sexo, la violencia está permitida porque está sublimada y consume las energías agresivas del espectador en un acto inofensivo. Por la vía del fascismo políticamente correcto, se va a exigir sexo sin obscenidad y arte que no toque temas delicados.
Esto pienso mientras viajo con mi bastón, sentado en el Metro, a punto de llegar a la estación de mi gran obra de arte, que dejará boquiabiertos a jóvenes y viejos de todo el planeta. m