Milenio

Devoto de la iglesia; íbamos a misa como católicos por herencia, pero la Quejis se da golpes de pecho cuando bien le dio vuelo a la hilacha: se tumbó a todos los del taller, bien que le el dedo en la llaga

Nadie de nosotros fue estamparon

- * Escritor. Cronista de

Bajó del pesero agarrándos­e la falda. Se le ocurrió ir con falda a ver a su mamá, ¿quién pasa a creer eso? En temporada de aironazos. Por más que intentó mantenerla abajo, un remolino la alzó hasta su cabeza: parecía lechuga, y enseñando los calzones de satín morado. ¡Se moría de vergüenza! Con todo, el incidente ayudó a levantarle el ánimo: sabía que mi madre estaba enferma. Diabetes, hipertensi­ón, depresión con angustia; maniaco-depresiva. Solo pensaba solidariza­rse con ella: le entra preocupaci­ón por todo, por todos: sus hijos y sus hijas; porque se les hace tarde, porque no llegan, porque adónde fueron, porque ya están aquí y no los soporta. Su madre.

—¿A qué hora llegarás, Margarita? No dilates, te espero.

Y cuando llega, la lata de la Quejis (su hermana, la dejada por el marido) le dice que no entre, que está dormitando, que nomás la ve y se inquieta, que no quiere hablar con nadie. Siempre de cabrona, su hermana, y alega y alega: como ustedes no la cuidan; yo sé lo que necesita, tiene sus tiempos y ahorita le toca descanso, mana: yo tengo que ver por ella y por mis chamacos, hacer el quehacer, la comida, cuidar que tome sus medecinas.

Medecinas, dice la infame de la Quejis (de quejiche: que de todo se queja). No quiso estudiar, por andar de caliente, recuerda Margarita: prefirió que le consiguier­an chamba en el taller de estampado del Édgar: confiaba en que si le daba las nalgas lo tendría aquí, decía: comiendo de mi manita. Es la que mejor dotada salió, esa Quejis: nalgona, piernuda, chichi parada y caliente como ella sola: mi mamá la amenazaba con sacarla del guáter de las greñas: se encerraba por horas a tallarse el frijolito: por eso siempre andas ojerosa, decía mamá: eres una viciosa, te saldrán pelos en las manos por tanto tentaleart­e la panocha; date un baño de asentadera­s, en agua con hielo, aplaca la lumbre que traes dentro, ya ni friegas, ¡haz el quehacer, ya que no quieres estudiar!

Le pagábamos, hermanos y hermanas, para que se dedicara a mi madre; y le comprábamo­s fruta, verdura, carne, para que cocinara su dieta especial, por la diabetes; agua destilada, jugos; por medicina no paramos. Y como Hena, la otra de mis hermanas, es médico, siempre tuvo bien sus signos vitales, la presión, el nivel de azúcar en la sangre. Por eso nos duró mi madre, tuvo todo lo que pudimos darle. Pero la Quejis se atarragaba lo de una semana en tres días: al güevón del marido y los tres chamacos los procuraba, y ahí andaban en el patio con sus tacotes, mordisquea­ndo peras y manzanas...

Porque el marido le salió toda una fichita, el condenado: ladrón, mantenido, dizque muy acomedido y cariñoso con mamá: ay, Ternurita para acá, Ternurita para allá, ¿quiere el bacín, le acomodo las almohadas? Empalagoso, el ñengo ese: nomás la barbeaba cuando alguno de los hijos de mamá estaba presente. Labioso, eso era. Y así fue haciendo a su trío de tres ratitas malasmañas, uno más que los otros: insidioso, convenenci­ero, taimado: don Juvenalito, le decía mi amiga irlandesa Sally Pecas, porque a sus cuatro años parecía un adulto calculador, abusivo con sus primos más pequeños:

—Dame tu dinero y me invitas dulces. Luego llegaba la mamá a presumir:

—Don Juvenalito es muy ahorrador y luego: cuando junta lo suficiente, lo lleva al súper a comprar juguetes.

Si bien que se los robaba a los otros pendejitos que se dejaban engatusar:

—Te cambio tu Buzz Laiyir por esta piedra, mira qué bonita… Eran de la corona de la Virgen de Talpa, mi mamá le pide mucho por mi agüelita, para que sane y perdone a mi agüelito que tanto la molesta.

Se la pasaba parando la oreja el chamaco, y repetía como loro lo que la Quejis chismeaba con las vecinas; nadie de nosotros fue devoto de la iglesia; íbamos a misa como católicos por herencia, pero ella se da golpes de pecho cuando bien le dio vuelo a la hilacha: se tumbó a todos los del taller, bien que le estamparon el dedo en la llaga; luego amenazaba chismearle a sus esposas si no le daban lo que les pedía. Hasta que topó con el Ñengo, al que creyó dominar: sus cachetadon­es le daba, lo traía cortito, pero la indujo al abuso, incluso al robo. Se entendiero­n.

Si los invitabas a comer, ¡aguas!: arrasaban y tú ni un taco alcanzabas; en una bisteciza, mientras las hermanas y carnales procurábam­os todo en la mesa, ella: sentada, llegaba la carne asada y zip, zap, zummm: volaban los trozos:

—Viejo, échate un taco; chamacos: su plato…

Y nada de verdura o frijolitos o nopales asados: pura carnita.

—¡Qué lica canita! —decían los chamacos; rara vez veían una mesa colmada; al rato andaban con dolor de panza, por los atracones a los que les obligaba la Quejis.

—¿A qué hora llegarás? No te dilates, te espero —decía mamá y colgaba el teléfono. Fueron tiempos difíciles para todos, los de la agonía de mi madre. Sufrió mucho: la diabetes le ocasionaba necrosis. Era terrible presenciar las curaciones a que la sometía Hena: necesarias, pero impactante­s: se le formaron hoyancos en sus nalguitas, por el tiempo que pasaba sentada; papá la movía, la jalaba de las manos contra su voluntad:

—Ándale, echamos unas carreritas tú y yo hasta el parque, si no te anquilosas: lo que no se mueve se enlama, se oxida; la vida es como un río, Lorenza: estás bien mensa, anímate a tirar polilla.

Querubín, así le decíamos a mi papá, era muy fuerte a sus 70 años, y mamá a sus 67 parecía copito de algodón al que un torbellino toma de las manos y lo jalonea de aquí para allá y de allá para acá, hasta que ella sacaba fuerza de ve a saber dónde y le musitaba:

—Déjame; estáte quieto, condenado: te odio, caes gordo: vete a enverijar con la otra y no me provoques o te digo hasta lo que no debo decirte…

El abuelo Querubín ponía rostro de enmuinado y se retiraba calándose el viejo sombrero Tardán hasta las cejas, refunfuñan­do:

—Ai tú te ves, Amargas: yo me voy a vivir mientras tú ya preparas las patas pa’lante…

Ese fue el día en que bajé del pesero, cuando el remolino me levantó la falda. Y fue el día en que llegué, y aunque la Quejis me cerró el paso, la hice a un lado y fui hasta el sillón adonde ella la había confinado. Olía fuerte. No se había ensuciado. Olía por la necrosis de sus pompis. Ya no se quejaba. Presentía que no duraría mucho. Y a sus 67 años se clausuró: cuando me acerqué a darle un beso y saludarla, le pregunté: cómo estás, mamacita, qué guapa te ves, mira lo que te traje: un chal de los que tanto te gustan, ora que están los fríos. Ella solo hizo un mohín, me miró con disgusto, como con ese rencor que le brotaba desde que supo que nuestro padre Querubín andaba con Miriam La Güera; ese amargor que acumuló. Cerró los ojos y con su boquita de higo, desdentada, dijo:

—Ya no quiero hablar con nadie. ¡Con nadie! Ya me cansé.

A partir de ahí y hasta su muerte, Lorenza, mamá, se ensimismó, se fue dejando morir, morir. Hasta olvidé que momentos antes me moría de vergüenza, porque el aironazo me alzó la falda hasta la cabeza: parecía lechuga, y ahora me sentí como lechuga marchitánd­ose, porque el caudal que era mi madre decidió, ese día del aironazo, menguar la corriente que nos nutría… M

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