Milenio

¿Tienes otra? ¿Qué esperas pa’ largarte? Aquí nomás exiges, olvídalo: exige donde te enverijas. ¿Te embarraron los bigotes con manteca? Aquí no vengas a engrasar, qué te has creído

Lorenza comenzó a interrogar­lo:

- * Escritor. Cronista de

Querubín despierta. Es de madrugada. Asoma por la ventana. En los departamen­tos de sus hijos no hay luces aún, todos duermen. A lo lejos se divisa niebla sobre el aeropuerto. Mira al cielo: diminutas naves sobrevuela­n esperando turno o que los remitan a donde haya pistas disponible­s. El fresco lo vuelve al lecho. Acomoda su gorro de estambre sobre la calva pecosa y la estira hasta sus cejas. Trata de contener el temblor de sus manos llevándola­s a la entrepiern­a.

—Quieto, no te alborotes que no hay con quien calmar la inquietud.

Sonrió. El aeropuerto, vecino de la colonia Moctezuma. Querubín conoció la ciudad. En su camión de 12 toneladas, propiedad de la ferretería Coco y Compañía, la recorrió hasta que lo despidiero­n. “Gente desagradec­ida: exprimen a uno y luego lo mandan a volar pa’ no pensionarl­o. En la chamba y en los quereres, es igual”.

Conducía 12 toneladas, arreaba a los macheteros para que descargara­n la mercancía hasta desaparece­r el altero de notas de remisión. Era amable con la clientela, que se hacía mustia al concluir la descarga para no dar propina. Él la recibía y repartía a partes iguales para evitar discordias. En la Moctezuma conoció a Lila.

—¿Es suyo el tinaco de asbesto, güerita? Usté dirá ónde lo ponemos y de volada. A su entera satisfacci­ón, faltaba más. Entregamos a pie de camión, pero da pa’ los refrescos y va hasta el segundo piso, ronceándol­o.

—Pues sí, pero ahorita no tengo para la propina. A menos que vuelva por ella —respondió Lila. Querubín, sonriente, de buen talante, la recorrió con la mirada y se entretuvo en la parte trasera de sus ajustados vaqueros.

—Es para los macheteros: si por mí fuera, ni el tinaco le cobraba, güerita. Pasó al rato y si no, en cualquier vuelta. Nomás diga cuánto pa’ que estos orejones no piensen que los llevé al baile...

Así comenzó su relación. Platicador, fuerte a sus 38 años, bigote bien recortado, ojos café claro siempre alegres, y acomedido, dio la propina a sus machetes y se propuso volver el sábado: cobraba, se lavaba, rasuraba, quitaba el overoll y vestía ropa limpia. Se frotaba las mejillas con loción Varón Dandy y calaba de ladito el sombrero Tardán. Listo. El camión de pasajeros cruzaba la Moctezuma. Se le hizo costumbre apearse y saludar a la güerita. Le hacía platica, desgranaba mil y un anécdotas de su infancia y juventud “en El Pino, ranchería del municipio de Contepec, Michoacán, güerita: allá por la presa de Tepuxtepec, ¿conoce usté? Hartas mojarras y elotes para asar. La invito, estamos como a tres horas de camino: en un día vamos y venimos”.

A Lorenza, su mujer, no le pasaron desapercib­idos los cambios en la conducta de Querubín, aunque los atribuyó al golpe de suerte que su marido tuvo para justificar­los:

—En la ferretería compraron un Dina nuevecito y yo lo manejaré, porque los demás choferes a cada rato mandan al mecánico sus unidades: ya por los frenos, la caja de velocidade­s, seguido pasan a fregar a los camiones. El Dina será pa’ los repartos foráneos.

Pata de perro irredento, Querubín conoció buena parte de los estados del país. Lila se volvió su ocasional copiloto: era dueña de una pequeña papelería escolar que le permitía sostenerse e incluso pagarle a una ayudante de mostrador, a quien encargaba el negocio cuando acompañaba a Querubín al reparto de tinacos y perfiles tubulares en los alrededore­s de Ciudad de México.

Antaño fiel, acostumbró a su mujer a llegar una hora después del trabajo. Convivía con sus tres hijos y su hija, la consentida. Con Lila el tiempo no le rendía; además, era malo para mentir y Lorenza sumamente inteligent­e, suspicaz; advirtió cómo el mal humor se le agudizó; a las primeras de cambio hallaba motivo para pelear: que porque las camisas estaban mal almidonada­s, que porque los chamacos no le bolearon bien los zapatos, que...

—¿Y ora, de cuando acá tan exigente? Nunca te habías quejado y ora más porque sí repartes moquetes a los muchachos...

Las salidas a provincia le permitiero­n darle vuelo a la hilacha. Ah, la pasión. El amor sin freno, para un experiment­ado chofer (aunque nada ducho en relaciones extramarit­ales). “El gato escondido y la cola de fue- ra”, musitaba Lorenza al oído, durante la cena, pero él hacía que no entendía. Hasta que un día escuchó inusual respuesta a su pregunta: —¿A qué hora esa cena? —Sírvete, si tanta prisa tienes, de hoy pa’lante. Porque aquí no es restorán para que exijas a la hora que se te antoja llegar. O cena donde mejor te atiendan.

Querubín intuyó que algo andaba mal. Intentaba acariciar a Lorenza y ella se apartaba:

—Encimoso, no me toques. Mañana te pongo un catre y duermes con el Dandy, o solo. Tú te lo buscaste. Aunque, ¿qué culpa tiene el perro?

Lorenza comenzó a interrogar­lo: ¿Tienes otra? ¿Qué esperas pa’ largarte? Aquí nomás exiges, olvídalo: exige donde te enverijas. ¿Te embarraron los bigotes con manteca? Aquí no vengas a engrasar, qué te has creído.

Recordaba un dicho de su padre: “Cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza, es más fácil arrancarle la cabeza que ese algo”. Y otro de sus macheteros: “Aunque te agarren en la movida, niégalo: ponte los calzones, vístete, salte y niégalo, niégalo, niégalo. Porque si lo aceptas sufrirás condena eterna”.

Negaba y negaba. A Lorenza, otrora risueña, muy al pendiente de las atenciones que su viejo le merecía, le dolía percibía ir el engaño. Se hacía la fuerte e inculcaba a los muchachos respeto y obediencia al padre. Al que se mataba trabajando de menos ocho horas para llevar el gasto, atender necesidade­s escolares y evitar que anduvieran harapiento­s. Que se sincerara. Sabía que mentía, pero se engañaba para no hacerse la vida un infierno.

Como pareja evitaron discutir delante de los hijos y en la noche bisbiseaba­n. “Nada, no pasa nada; ya duérmanse”, decían a los muchachos cuando asomaban a su recámara para preguntar si algo se ofrecía, aunque más bien dispuestos a enfrentar al padre, solidarios con Lorenza, a quien las ganas de creer le ganaron. Compartió cama

de nuevo y muy a su pesar Querubín espació las visitas a Lila, ya enamorada y dispuesta a consolidar las promesas: no voy a ser tu burla, veniste a meterte en mi vida: era feliz, dispuesta a ser tía solterona, pero con tu labia fuiste la espinita que se fue clavando en mi corazón, y me estás matando de pasión, pero no sabes de lo que soy capaz si me botas así como así.

Una noche alguien tocó a la ventana. Una señora ojiverde, protegida del frío con un abrigo gris, preguntó por Querubín. Permítame. Lorenza, luego de la faena diurna, estaba en la regadera. Le buscan, padre. ¿Quién? Primera vez que su hijo le vio temeroso. No era ese el hombre que le imponía respeto. Dio las señas de la persona. “Dile que no estoy”, suplicó. El muchacho fue y dijo.

—Cómo que no está; hace días se anda escondiend­o. Dile que le habla su otra señora —ordenó Lila—. Que no se niegue.

—Es verdad —insistió el muchacho. Pese a la oscuridad, vio que la mujer extraía del abrigo una botella de tequila. Profundo trago, y comenzó tremendos gritos que de inmediato convocaron a las chismosas a sus ventanas:

—¡Dile que no se niegue, que me dé la cara! M

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