Milenio

La muchacha, que decía llamarse Estrella, no paraba de gritar. “¡Suélteme, quiero ir con mi mamá a Zacatecas!”

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La policía Graciela Solís González, con 11 años de servicio, era consciente de que en cualquier momento podía vivir un escenario complejo, pues en su radiotrans­misor escucha todo tipo de reportes, desde robos de celulares, hasta intentos de suicidio. Esta vez le tocaría.

El martes pasado observó a una muchacha que, de pie en el filo del andén, no quitaba la vista de las vías del tren, mientras mecía el cuerpo. Había expectació­n en el espacio exclusivo para mujeres. Hasta que apareció Solís González.

Ocurrió en Atlalilco, una de las estaciones de la Línea 12 del Sistema de Transporte Colectivo de CdMx, en cuyas instalacio­nes, durante 2017 —el año de “mayor incidencia”, de acuerdo con un reporte oficial—, se suicidaron 33 personas y se evitó que 60 lo hicieran.

En lo que va de 2018, según informe fechado el pasado 13 de febrero, han evitado que cinco usuarios —tres hombres y dos mujeres— sean arrollados.

Entre estos últimos incluye el atendido por Solís González, quien esa mañana, 10:45, tendría que soportar patadas, manotazos, gritos y sufrir una lesión en el brazo derecho por quien insistía en caminar sobre las vías del tren rumbo a Zacatecas. Eso decía.

Solís González, policía segundo, junto con otros compañeros, había recibido un curso para atender a usuarios del Metro en situación de crisis, de modo que memorizó algunas habilidade­s que pondría en práctica. Por eso repetía con voz suave: —¿Qué pasó, bonita? Pero la joven, sin dejar de llorar, insistía en descender a las vías y emprender un viaje a Zacatecas. Graciela Solís González, de 46 años, ingresó a la Policía Bancaria Industrial el 4 de marzo de 2006, igual que su esposo, quien falleció.

Tiene un año y tres meses que presta servicio en instalacio­nes del Metro. En la estación Atlalilco coordina a otros compañeros. Ella se desplaza por los pasillos. Está más tiempo en la zona de mujeres.

Los problemas más comunes son riñas y robo de teléfonos celulares, sin faltar, dice, “gente que se avienta a las vías”.

No hace mucho, por ejemplo, escuchó por el radiotrans­misor que en la estación Iztapalapa un conductor bajó del tren e informó que “al parecer” una persona se había lanzado a las vías.

El operador hizo retroceder la máquina y descubrió el cuerpo. Entonces desalojaro­n a los pasajeros. Eran las 22:30 horas. En 10 minutos llegaron los paramédico­s.

Dos meses atrás, en la estación Cerro de la Estrella, en Iztapalapa —una de las dos delegacion­es, junto a Cuauhtémoc, donde se registra mayor incidencia de suicidios— “un señor salió de la nada y empujó a una señora como de 65 años”, relata Solís González.

Hace 15 días recibió el curso Salvemos Vidas. Aprendió que una de las principale­s reacciones de una persona que pretende suicidarse es el lloriqueo y una actitud nerviosa. Lo primero que se debe hacer con esa persona, comenta, es dialogar y no apartarse de ella. Provocar confianza.

Eso es lo que hizo aquella mañana. Después de llegar a la zona de torniquete­s, Graciela Solís enderezó hacia el andén. Ni medio segundo tardó cuando observó a la joven pasajera en el filo, al que llaman “nariz del andén”, la vista clavada en los rieles, y se aproximó a ella y le dijo: —Bonita... Y la muchacha soltó el llanto. —Qué te pasa, bonita. —Es que me voy a Zacatecas, con mi mamá.

La muchacha, de baja estatura, temblaba; no dejaba de llorar. Vestía pantalón de mezclilla, chamarra de rositas y zapatos tenis. —¿Y cómo te vas a ir, bonita? —Caminando por el Metro. La policía se dio tiempo para pedir refuerzos por radio y abrazó a la muchacha, que comenzó lanzar golpes, mientras era replegada contra la pared, y entonces la rodeó con los brazos, de tal forma que permanecie­ra encerrada, mientras resistía los manotazos.

—Cálmate, te voy a ayudar, pero debes tranquiliz­arte —le decía, pero estaba demasiado alterada.

Había otros policías varones, pero Solís González no permitió que la tocaran. Hasta que llegó una de sus compañeras, quien la ayudó a llevarla al cubículo del jefe de estación, sin que la muchacha dejara de golpear con manos y pies. —¡Suéltame, yo ni te conozco! —decía. Un pasajero exigió que la soltaran. —¿Usted se va a hacer cargo de ella —le preguntó Solís González—, conoce a un familiar? ¡La señorita quería arrojarse a las vías!

—Yo ni la conozco. —dijo aquél y alargó el paso.

Había unas 30 personas alrededor. Nadie más chistó. La muchacha, que dijo llamarse Estrella y tener 20 años, no paraba de gritar.

—¡Suélteme, yo quiero ir con mi mamá a Zacatecas!

Le preguntó si era casada, si tenía hijos, su domicilio, si padecía alergia o alguna enfermedad, si ingería algún medicament­o. Nada.

La policía intentaba tranquiliz­arla, pero la respuesta era zarandear de los cabellos a Solís González, quien fue golpeada varias veces con el puño cerrado. Al bajar las escaleras se tiró al piso y rodó.

Llegaron al cubículo del jefe de estación, donde dos integrante­s de Seguridad Industrial precisaron que estaba mal de sus facultades mentales, por lo que fue trasladada al área de Salvando Vidas, en Mixcoac.

Un paramédico examinó a Solís y diagnostic­ó: “Tiene contusión en la muñeca del brazo derecho y necesita trasladars­e a un servicio médico”. Tenía la muñeca inflamada y sentía punzadas. Ya no podía mover el brazo. Eran las 11:03. Y ahí mismo, en Atlalilco, abordó el Metro con dirección a Garibaldi, bajó en Salto del Agua, transbordó la Línea 1, hacia Observator­io, y salió en la estación Insurgente­s; caminó al hospital Obregón, en la colonia Roma, y aguardó en la sala de emergencia. Sentía punzadas en la coyuntura del brazo. Ordenaron tomarle una radiografí­a. Dos horas después le dijeron que no tenía fractura. Le recetaron analgésico­s. Disminuyó un poco el dolor. Mientras aguardaba supo que un compañero suyo había sido trasladado momentos antes al mismo hospital, pues tenía dos balazos en el cuerpo. Solís González no había desayunado ni comido, de modo que a eso de las 18:05, con el brazo vendado, caminó a la esquina de Xalapa y Álvaro Obregón y compró una torta de milanesa. La esperaba un amigo, quien la acompañó de regreso a la estación Insurgente­s, bajaron en Balderas y transborda­ron a Indios Verdes. En La Raza salieron y caminaron hacia una clínica familiar de la policía. A las 20:00 horas entró a consulta. Le hicieron un estudio de ultrasonid­o. El siguiente paso fue surtirse de medicinas en la farmacia y le otorgaron tres días de incapacida­d. Y a eso de las 21:45 caminaron hacia la estación Instituto del Petróleo del Metro, dirección Pantitlán de la Línea 5, en cuyo paradero abordaron un micro que decía “Cuarta Avenida —en Neza—, hasta La López”. Un recorrido de 25 minutos. —No fue una jornada normal —se le comenta y sonríe, ya en instalacio­nes de la Secretaría de Seguridad Pública de CdMx. —No —responde, sin dejar de sonreír. Lo que supo de Estrella, dice Solís González, es que la enviaron al Siquiátric­o de San Bernardino. —¿Qué se siente haber salvado una vida? Piensa y exhala. —Pues dos cosas: una emoción que no me esperaba, pero que era consciente de que podía pasar; y satisfacci­ón, porque ella no cumplió lo que tenía en mente. —¿Qué sentía cuando ella la golpeaba? —Feo, porque me dolía, pero me aguantaba porque sabía que ella estaba enferma. Nunca paró de llorar. M

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