Crimen y castigo, “mal escrito”
He leído con mucho retraso, pero con gran sorpresa, la columna de FranzOlivier Giesbert en Magazine Littéraire de septiembre de 2017, que comienza con una pregunta que ahora considera “idiota”, pero que él solía hacer a sus entrevistados cuando era un joven reportero: “¿cuál es la más grande novela de todos los tiempos?”.
De un año a otro, dice, la respuesta del interlocutor variará. Una vez dirá que El extranjero, de Albert Camus; otra que Anna Karénina, de Tolstói; después quizá El padre Goriot, de Honoré de Balzac, o
Grandes esperanzas, de Charles Dickens; acaso más tarde la obra de “un oscuro escritor guatemalteco”, plantea Giesbert, y uno no deja de pensar si habrá tenido el atrevimiento de hablar así de Miguel Ángel Asturias.
Esta variedad la atribuye a que nuestros libros preferidos cambian con la edad, el humor y las estaciones, pero recuerda que cuando joven, cuando interrogaba a los autores sobre el particular, la mayoría opinaba a favor de Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski, como Julien Green, quien decía que cuando leía esa novela se le cayó de las manos porque comenzó a temblar, sumergido en una mezcla de emociones. Desde Viena, ya Stefan Zweig había hecho años atrás la misma observación, recibió el libro como un shock, mientras que Norman Mailer estaba fascinado por la mística del ruso, que le inspiró Un sueño americano, su mejor obra. “¿Cuál es el secreto de ese libro?”, se preguntaba el autor de la columna La Chronique, y dice haberlo descubierto en 1989, cuando Leningrado estaba a punto de reconvertirse en San Petersburgo, durante una cena con universitarios rusos especializados en letras francesas con quienes conversaba sobre Dostoievski y su obra maestra. “Lo malo es que esa novela esté tan mal traducida”, dijo el visitante en medio de reacciones divertidas de sus interlocutores, hasta que uno de ellos le dio una explicación a la queja por las múltiples repeticiones de la versión francesa. “Usted podría traducir Crimen
y castigo tantas veces como quiera y no cambiaría nada. Ese libro no está mal traducido. Simplemente está mal escrito. Así de gran autor como es, Dostoievski escribe largo, entrecortado, enredado. El estilo bello no es su fuerte. Los diálogos y las digresiones son interminables. Con él es necesario a menudo esforzarse un poco más. Si no, se pierde el hilo”.
Todos los rusos que departían aquella noche, cuenta Giesbert, compartían la opinión de su colega y algunos llegaron a decir que sin duda faltó un editor exigente que releyera el texto, mientras que uno más consideró que hubiera sido justo eliminar doscientas de las seiscientas páginas al original. ¿Por qué, entonces, Crimen
y castigo tiene esa fuerza paroxística? El columnista responde: “Porque esta novela realista, mística, social y metafísica es como el mundo alrededor de nosotros: un campo de batalla entre el bien y el mal. Porque se articula en torno de dos personajes que, como en todos los libros de Dostoievski, son vitales. Raskólnikov o Porfirio no están al servicio de la historia, sino que toman el control de la historia, de todo. Como si no estuvieran solo en los pasajes de la obra, tienen existencia propia, una que prosigue después de la lectura. Ese es el milagro de esta obra maestra”.
Y sí. Son obras maestras que de hecho el lector recuerda cuando las tuvo en sus manos. El fusilero evoca los días en que tomaba el trolebús de Mixcoac a Metro Zapata para dirigirse a uno de sus primeros empleos como reportero de una revista especializada en temas laborales y leía a diario, en ese trayecto, sentado o a pie, las páginas de los dos tomos de Crimen y castigo, pasta dura, color vino, editados por Orbis-Origen. Todo un acontecimiento.