Milenio

Nada es gratis

- NICOLÁS ALVARADO

Al fin lo hice. No que sea mi mejor mo- mento financiero —en México, la cuesta de enero es cosa que termina en abril—, pero concluí que 620 pesos es precio menor a pagar por la congruenci­a. Así, autoricé el cargo por 25 libras esterlinas a mi tarjeta, lo que hace de mí un contribuye­nte al periódico británico The Guardian y me confiere autoridad moral —al menos ante mis ojos— para abrevar de notas publicadas en su sitio web a fin de argumentar que, en la red como en la vida, nada es gratis.

Fue, en efecto, en su edición electrónic­a —que llevo ya meses de consultar sin atender al mensaje que me solicita contribuir a su financiami­ento— que me enteré de la venta de datos de usuarios de Facebook a la empresa Cambridge Analytica para el desarrollo de la estrategia electoral de Donald Trump. El caso ha desatado un escándalo político, que se ha sumado a una larga lista de asuntos en todo el mundo relacionad­os con el uso de datos personales recabados en internet, y que ha redundado en la indignació­n pública ante los métodos de políticos y consultore­s, así como ante las prácticas de negocio de las empresas de redes sociales. Es justa, porque hay en el fenómeno mucho de alevosía y poco de rendición de cuentas. Queda, sin embargo, un culpable por identifica­r y al cual cuestionar: nosotros mismos.

Hubo un tiempo en que solíamos pagar por los contenidos que consumíamo­s y por nuestras formas de comunicarn­os con otros. La revolución digital y sus productos dieron al traste con ese modelo y nos malacostum­braron a obtener algo a cambio de nada. El asunto es que así no funciona la economía: avezadas, las empresas de tecnología decidieron cobrarse a lo chino lo que no estamos dispuestos a pagar; si no con nuestra cartera, lo haremos con nuestros ojos y oídos, expuestos a publicidad indeseada, o con nuestros datos personales, mercancía preciada en un mundo gobernado por la mercadotec­nia directa, comercial como política.

Somos rehenes de políticos utilitario­s y empresas inmorales y opacas, pero también de nuestro propio talante abusivo y gandalla. Necesitamo­s, pues, de regulacion­es digitales que nos protejan. Para empezar, de nosotros mismos. M

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