El último respiro
Nadie sabe el nacimiento de Bolillo porque cuando llegó a sus manos ya era un perro adulto, y sin ojos. Tenía un soplo en el corazón y graves problemas con la piel. ¿Quién tuvo la impiedad de abandonarlo a su suerte? Nadie supo. Sus amos decidieron darle una buena vida, con varias camas repartidas en la casa, comida cálida las 24 horas del día y la seguridad de convertirse en protectores de su salud, hasta su muerte, apenas hace unos días.
Bolillo olía las emociones humanas. Era un instinto animal que alimentó día con día. Sabía cuándo pedir, según el temperamento de sus amos al despertar. Sabía cuándo ladrar y cuándo no. Escuchaba primero las voces, ansiosas o tranquilas, alteradas o complacientes y, según el carácter de uno y otro de sus dueños soltaba el primer ladrido matutino para que lo sacaran a pasear y hacer sus necesidades.
En la calle era mejor que cualquier caballero. Se paraba antes de dar un paso, olfateaba a su alrededor y, ya oteado el horizonte se apresuraba a orinar en el primer árbol que se encontrara con sus narices. Sin prisa, el rito posterior era aventar una patita y otra hacia atrás, impulsadas por la presión que ejercía con sus pies en el suelo. Luego sacudía su cuerpo en señal de limpieza y gallardía. Su elegancia armonizaba con su color blanco, de pelo chino, como una nube.
Por sus demandas gastrointestinales daba de tres a cinco vueltas antes de cagar. Para no ensuciarse caminaba dos pasitos dejando una estela de hasta tres y cuatro mojones, que sus amos recogían con una bolsita de plástico. Rara vez descubrían los transeúntes que Bolillo era ciego porque caminaba con un garbo y una seguridad digna del Conde de Albornoz antes de morir y ser inmortalizado por El Greco.
Bolillo era la viva reencarnación de una pintura de Goya, esa donde un perro ladra a unos pájaros. Bolillo solía gemir a sus amos cuando necesitaba de sus brazos… hasta su muerte, cuando empezó a toser constantemente, síntoma que anunció el paro respiratorio... Se le cuidó hasta el final. Biga —su compañera, triste, no se separó de su lecho—. No sufrió. El médico le dio una inyección contra el dolor. Y se quedó en paz, unos minutos para dar su último respiro…
Llegan los recuerdos de su historia: un perro mestizo que hacía fiestas a sus amos. Que los acompañó en la escritura. Comelón. Jamás triste a pesar de vivir en sombras. La vida de sus dueños lo impulsaba para gimotearles, en su amistad desinteresada, con su espíritu libertario.
Nunca nadie supo por qué no tenía ojos. Los perros no tienen raza, tienen alma. Se les ama por eso. Y deberían ser noticia cuando mueren. M