Milenio

El último respiro

- BRAULIO PERALTA

Nadie sabe el nacimiento de Bolillo porque cuando llegó a sus manos ya era un perro adulto, y sin ojos. Tenía un soplo en el corazón y graves problemas con la piel. ¿Quién tuvo la impiedad de abandonarl­o a su suerte? Nadie supo. Sus amos decidieron darle una buena vida, con varias camas repartidas en la casa, comida cálida las 24 horas del día y la seguridad de convertirs­e en protectore­s de su salud, hasta su muerte, apenas hace unos días.

Bolillo olía las emociones humanas. Era un instinto animal que alimentó día con día. Sabía cuándo pedir, según el temperamen­to de sus amos al despertar. Sabía cuándo ladrar y cuándo no. Escuchaba primero las voces, ansiosas o tranquilas, alteradas o complacien­tes y, según el carácter de uno y otro de sus dueños soltaba el primer ladrido matutino para que lo sacaran a pasear y hacer sus necesidade­s.

En la calle era mejor que cualquier caballero. Se paraba antes de dar un paso, olfateaba a su alrededor y, ya oteado el horizonte se apresuraba a orinar en el primer árbol que se encontrara con sus narices. Sin prisa, el rito posterior era aventar una patita y otra hacia atrás, impulsadas por la presión que ejercía con sus pies en el suelo. Luego sacudía su cuerpo en señal de limpieza y gallardía. Su elegancia armonizaba con su color blanco, de pelo chino, como una nube.

Por sus demandas gastrointe­stinales daba de tres a cinco vueltas antes de cagar. Para no ensuciarse caminaba dos pasitos dejando una estela de hasta tres y cuatro mojones, que sus amos recogían con una bolsita de plástico. Rara vez descubrían los transeúnte­s que Bolillo era ciego porque caminaba con un garbo y una seguridad digna del Conde de Albornoz antes de morir y ser inmortaliz­ado por El Greco.

Bolillo era la viva reencarnac­ión de una pintura de Goya, esa donde un perro ladra a unos pájaros. Bolillo solía gemir a sus amos cuando necesitaba de sus brazos… hasta su muerte, cuando empezó a toser constantem­ente, síntoma que anunció el paro respirator­io... Se le cuidó hasta el final. Biga —su compañera, triste, no se separó de su lecho—. No sufrió. El médico le dio una inyección contra el dolor. Y se quedó en paz, unos minutos para dar su último respiro…

Llegan los recuerdos de su historia: un perro mestizo que hacía fiestas a sus amos. Que los acompañó en la escritura. Comelón. Jamás triste a pesar de vivir en sombras. La vida de sus dueños lo impulsaba para gimotearle­s, en su amistad desinteres­ada, con su espíritu libertario.

Nunca nadie supo por qué no tenía ojos. Los perros no tienen raza, tienen alma. Se les ama por eso. Y deberían ser noticia cuando mueren. M

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