Milenio

La puerta del 66 no interviene­n, algunas ventanas se encienden. Arrebato la punta de su mano para hundirla en su costado, después en uno de sus ojos. Ahora entiendo por qué estamos solos

Los cobardes ojos en

- * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

Mi rostro se desata de la noche, de su abrazo silencioso y oscuro. Una mujer vieja me lo contó en el baño de una cantina disfrazada de restaurant­e. Ciudad: no te comprendo. Las personas se levantan para abrirle la puerta a la esperanza inútil del mañana. Una mujer vieja me lo contó: la ausencia es un juego infinito. La iglesia está cerrada. Bancas de parque ocupadas por viejos que duermen bajo plásticos que los protegen de la lluvia. Las luces furtivas de la noche nos asombran, nos pegan con su brillo engañoso, serpentean entre los charcos, entre coladeras tapadas por la mugre de esta ciudad. Buen Tono no se parece a lo que conocí, me alejo deshaciend­o los vendajes de la mano, guardo las vendas en mi cangurera. Deseo llegar a casa, hervir un poco de agua con sal para bajar la inflamació­n. La juventud tiene ese descaro insaciable, perdí las ganas, no la fuerza. Tomo el trolebús del Eje Central Lázaro Cárdenas, bajo en la parada de la Torre Latinoamer­icana. Camino hasta el otro extremo del Eje, la avenida Reforma parece más solitaria esta noche. La lluvia nos conmueve con esa compañía triste, por las noches nos acompaña, es la sinfonía de los desolados que se extiende por los techos, grietas y pensamient­os. En el cruce con el Eje 1, veo a los comerciant­es levantando sus puestos. Nada los obliga a permanecer bajo la lluvia, las ventas han bajado desde hace tiempo, parece que esta modernizac­ión de locales sobre el Eje le da un aspecto tan civilizado que produce desconfian­za. Camino hasta el cruce con Allende, atravieso por la llamada Lagunilla.

Aquí los bordes son confusos, ¿dónde acaba el Centro y dónde comienza La Lagunilla y Tepito? No me interesan los mapas arbitrario­s que han trazado de estas calles. La plaza del boxeador está desierta, el hombre de piedra lanza su puño al aire, de rostro indescifra­ble nos arroja una verdad: nadie debe bajar los puños. No me importa la lluvia que cae sobre mi cabeza y cuerpo. Disfruto su alegre caricia. Es tiempo de un cigarro, no hay cigarros. Me conformo con recordar todo aquello que mantiene mi pecho caliente, inflamado de un recuerdo de niñez o un amor lejano cuyas palabras me dieron agallas, todo eso configura la dureza del que decide pelear, no abandonar la vida. Algunos hombres nacieron entre privilegio­s, otros nacimos por accidente. Me entretengo mirando las personas que pasan corriendo en este pedazo de esquina, tienen miedo, también lo tengo, por ese motivo permanezco sentado aquí. Dos tipos se acercan, tienen facha de chineros. Se detienen a mi lado, al pie del monumento al boxeo, ahí se reparten el contenido de una cartera y una mochila. Por accidente me miran, parecen desconcert­ados y sus miradas son turbias. —¿Qué? —Déjalo, es solo un viejo. —Nos vio. —Es un viejo. —¿No viste al que mató al Chapulín? —Era militar, este es del barrio. Me gustaría decirles que no soy de ningún barrio, que no crecí con la idea de ser del barrio aunque en la calle de Hortelanos me conocieran por ganar todas las peleas. Detesto las tradicione­s, empecé a entrenar porque no quise ir a la escuela, mi padre, ese hombre que vendía ropa en la calle de Tenochtitl­án, nos educó a golpes, ¿su amor? Los moretones imposibles de contar. —Amigo, ¿por qué tan solo? —No habla, se me hace que no tiene dientes.

—No soy amigo de nadie, no me interesa tener amigos porque las personas me parecen estúpidas, en sus lamentos y problemas escucho a la persona en la que jamás me quiero convertir. —¿Estás sordo? —Sí, no me gusta escuchar a nadie. Saco la venda de la cangurera, la desdoblo lentamente como si en ese proceso algo que estaba dormido de golpe despertara un deseo que parecía extinto. Nadie pasa por aquí, es fácil cerrarles la boca. Tal vez tienen razón, soy un viejo, parece que no tenemos derecho a existir, que apestamos las esquinas, las personas que nos creen solos o débiles, se equivosaca can. Vendo mis manos, ellos observan, ríen. —¿A poco nos vas a madrear? —Es un viejo loco, vámonos. Han pronunciad­o una palabra equivocada, los que estamos solos no estamos locos. Enfermos los que se rodean de compañías que no tienen nada que ofrecer más que charlas baratas que no llegan a ninguna parte. Si alguien te ofrece una palabra de consuelo, debes huir, estás ante tu asesino, ¿sabes que más personas han muerto por el deseo de ser felices que por la desolación? La lluvia acaricia las vendas de mis manos, tengo los pies empapados, me levanto pensando en la tarde anterior, al salir del entrenamie­nto no me metí en problemas, regresé a casa caminando como todas las noches, me detuve en la calle de Caridad para comer algo. Podría correr o enfrentarl­os. Decido irme, jamás pude vencer enfrentand­o sin provocació­n, tal vez toda esta ceremonia de golpes es para huir de los otros. Uno lleva zapatos, tengo ventaja. —No sólo es viejo, es mudo. —No me gusta cómo nos mira. —Perro viejo sin dientes, das asco. Les doy la espalda, el predecible empujón del cobarde. Me levanto. Sin pensarlo corro por Reforma. Vienen atrás. Doblo en González Bocanegra. Me detengo en el cruce con Comonfort. Ya no es necesario correr. Doy la media vuelta para mirarlos. Uno de ellos sonríe, me enfurece pensar que tengan razón, es probable que sí esté loco, ¿qué persona desearía huir de la compañía humana? Vivimos en grupos, estamos condenados a formar parte de algo.

Entre los dos me arrinconan contra la pared del número 66 de Bocanegra. Sin importarle­s la imagen de la Virgen de Guadalupe que está en el muro de enfrente, uno de ellos toma mi cabeza con sus manos con olor a thiner, la estrella repetidame­nte contra la piedra deslavada y ruinosa. Entonces puedo sentirme vivo, a través del dolor puedo existir. El otro me arranca la cangurera, mete la mano, esculca, después la avienta. —Te voy a matar por no traer nada. La miseria existe entre los que se rodean de otros, los solitarios no joden a nadie, se madrean solos. Tuve una familia, una esposa, un empleo. Nada queda de aquella alegre farsa. La vida es un tigre dispuesto a destrozarn­os. Podría contarte cómo terminé en esta calle con dos ladrones, no me interesa, porque mi pasado no explica lo que soy. Si te contara no entendería­s nada. El que lleva zapatos se pone nervioso al ver que su cómplice

una punta. Aprovecho esa distracció­n para embestir con todas mis fuerzas al hombre que se acerca a mi cuello con la intención de quitarme la vida. Nos doblamos en ese esfuerzo de pelear. Rodamos mientras el otro le dice que deben irse, que ya salieron los vecinos. Los cobardes ojos en la puerta del 66 no interviene­n, algunas ventanas se encienden en la acera de enfrente, es una calle solitaria con casas abandonada­s. Arrebato la punta de su mano para hundirla en su costado, después en uno de sus ojos. El grito inunda la calle, su amigo desaparece entre la oscuridad. Ahora puedo entender por qué estamos solos, nada nos podrá salvar de un estado de gracia tan perfecto como el quedarnos solos ante la muerte.

La lluvia se vuelve más agresiva. Busco en mi cangurera las llaves, no están, trato de encontrarl­as, imposible. Las escasas puertas que se abrieron para observar, cierran. A lo lejos escucho las sirenas de varias patrullas. El hombre se va quedando frío, no responde más, no grita ya. Me vendo las manos lentamente, tengo sangre. Es un viejo —dirán en las galeras—, es un viejo loco y mudo, entonces podré guardar silencio para siempre, ante el juez, ante todos. M

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