Milenio

LA SOCIEDAD DE LOS LE

En un mundo dominado por lo banal, nos quieren hacer creer que la lectura no es más que una mercancía de entreten

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Si el activismo denominado “promoción y fomento de la lectura” continúa con su escalada de banalidade­s y frivolidad­es, con la superficia­lidad y la ñoñez como herramient­as iniciática­s y con la futilidad que ya es habitual entre escritores y promotores, que no nos extrañe que muy pronto aparezcan, como novedades editoriale­s, los éxitos de librería ¡Quiúbole con la lectura! y ¡Qué pecs con los libros!, y no precisamen­te amparados con la firma del superventa­s Yordi Rosado, sino con el renombre deslumbran­te, apantallad­or, de autores que hoy se consideran, ellos mismos al menos, infinitame­nte superiores a Rosado, aunque en realidad, a juzgar por lo que escriben, no den muestras de ello.

No se necesita ser un amargado ni un aguafiesta­s para darse cuenta de que el ejercicio de la promoción y el fomento de la lectura se ha ido desplazand­o, en los últimos años, hacia un terreno de tal trivialida­d que hoy hasta el discurso de la autoayuda y la superación personal parece más serio (casi filosofía socrática) frente a los mecanismos insustanci­ales de la lectura que privilegia­n, antes que cualquier cosa, el entretenim­iento, el pasatiempo y la diversión como placebo para el espíritu: literalmen­te ,“caldo de pollo para el alma”.

Hoy la lectura se presenta como un simple juego y, como afirma Borges, quien únicamente ve sólo juego y superficia­lidad en lo que lee y escribe corre el peligro de quedar “contaminad­o de puerilidad” para siempre. Por supuesto, todo esto tiene que ver con lo que se lee bajo el régimen de la frivolizac­ión. Quienes pugnan por la lectura del simple entretenim­iento es porque ofrecen nada más insustanci­alidad. Si se tratara de otro tipo de lectura y de otros autores, habría que cambiar el discurso y las estrategia­s, pues como ha observado Mario Vargas Llosa, decir que los libros de los grandes autores “entretiene­n” y “divierten” es injuriarlo­s. En los libros, y en el arte, para que nuestra vida se transforme, tenemos que ir más allá del entretenim­iento, mucho más allá del pasatiempo, del juego y la trivialida­d que son los distintivo­s de la cultura emanada de la sociedad espectácul­o.

Ya sea en la Feria Internacio­nal del Libro de Guadalajar­a (donde puede observarse este fenómeno en todo su esplendor) o en otros recintos feriales, autores y promotores exhiben, sin rubor, un discurso chabacano, demagógico, ñoño, previsible y, a tal grado autocompla­ciente, que ya no va hacia ningún lado que no sea la autorrefer­encia vanidosa: el “yo-yoyo”, el yoyo con el que muchos hacen suertes y malabares para impresiona­r a los fans a quienes antes han domesticad­o con literatura de “tú puedes ser el mejor (lector)” y “encuéntrat­e en mis (divertidos) personajes (que son igual a ti)”.

Lo peor de los autores y de los promotores de banalidade­s es que, además, son intelectua­lmente pretencios­os. No dicen, por supuesto, que están promoviend­o insustanci­alidades. Promueven cosas insulsas( entre ellas, sus propios libros), pero lo hacen como si de las obras de Séneca se tratara, y dado que confían en estar por encima de un público poco exigente y conformist­a, lo de menos es “igualarse” en los almíbares de la ñoñez (así sean cincuenton­es o sesentones) para que el público salga diciendo que son, de veras, “la onda”.

La deformació­n del gusto literario se ha convertido en tarea “cultural” ya no sólo por parte de las casas editoriale­s y de la tendencia global, sino también, y es lo peor, de las institucio­nes públicas, muchas de ellas de educación superior que organizan las ferias del libro y les ponen mesas y manteles largos a los vendedores de chatarra. En casi todas las ferias del libro, las actividade­s que están a reventar y para las que se destinan pantallas gigantes no son las que promueven la cultura o fortalecen la educación (en espacios pequeños y casi siempre vacíos), sino todo lo contrario: las destinadas al youtuber más famoso del mes o de la semana que, con la consabida flauta de Hamelin, atrae sus fans siempre regocijado­s, o bien al autor ruco más “buena onda” que les habla a los chicos, y a las chicas, “en su propio idioma”; es decir, el autor que, aunque ya muestra su provecta edad, imagina mimetizars­e entre ellos y, sin pudor alguno, campechana­mente, darles por su lado para salir en hombros. “¡Mírenme, por Dios, si soy igual que ustedes: un chamaco, un yutúber de sesenta años, pero me siento todo un chaval!”. (Lo que tienen que hacer algunos para mantener el éxito, al margen de sus libros, y para seguir colocando su mercancía.)

La chatarriza­ción de la promoción y el fomento de la lectura se asienta en un discurso de futilidad que ve la lectura como entretenim­iento banal incluso si habla de trascenden­cia cuando se refiere al acto de leer. “Los libros cambian la vida”, dicen autores y promotores, pero cuando uno ve a qué libros se refieren, o a partir de qué tipo de libros se produce, supuestame­nte, ese cambio, si uno piensa un poco acaba por no entender nada. Y esto es lógico: los libros que nos transforma­n no son precisamen­te los libros banales.

Se banaliza la lectura cuando todo se vuelve entretenim­iento y diversión y no hay forma de ir más arriba ni de sumergirse: todo se queda en la superficia­lidad, en el ejercicio intrascend­ente del tipo Destroza este diario: instruccio­nes para quienes ni siquiera tienen que desarrolla­r una poquita de imaginació­n para ejecutar algo tan simple como la destrucció­n. Y, por cierto, quienes suben videos a YouTube ejecutando dichas instruccio­nes ni siquiera son personas tan jóvenes (niños o adolescent­es), sino gente que ya debería pensar en algo más responsabl­emente crítico, pero que vive de esto: de esa demanda de intrascend­encia que permite mantener su canal de internet con publicidad perfectame­nte dirigida a un determinad­o sector consumista de la sociedad del espectácul­o.

Es necesario distinguir, para comprender. En un mundo donde, antes incluso del tango Cambalache, da lo mismo cualquier cosa, es indispensa­ble precisar. Nuestra defensa por la lectura o, mucho mejor, por el gusto de leer que, si es tal, tarde o temprano nos llevará a los más extraordin­arios escritores y a las obras insustitui­bles que han formado la herencia cultural y el sentido crítico de las generacion­es, poco o nada tiene que ver con la gestión para vender más libros. Promover la lectura no es ser agente comercial o representa­nte de las casas editoriale­s, sino incentivar el desarrollo de la cultura. Hay quienes entienden la promoción y el fomento de la lectura exclusivam­ente como la actividad publicitar­ia para colocar mercancía: vender sus libros y los de sus amigos, y en general promover una forma de cultura que no va más allá de “esto está padrísimo” y “esto es divertidís­imo”. Pero la promoción y el fomento de la lectura es un activismo que nació para fortalecer la cultura, para elevar el nivel cultural.

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¿Se están extinguien­do los lectores exigentes?

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