EL 68: IMPUNIDAD, POESÍA Y MEMORIA
A casi 50 años de la masacre de estudiantes en Tlatelolco, nunca nadie pidió perdón por el crimen. Pero la poesía es más durable que la frágil memoria
Hace unos meses, en una entrevista (El Universal, Teresa Moreno y Pedro Villa y Caña, 03-042018), uno de los más destacados líderes del movimiento estudiantil de 1968, integrante del Consejo Nacional de Huelga, víctima de represión y encarcelamiento luego de la masacre del 2 de octubre, Gilberto Guevara Niebla, dijo lo siguiente acerca de los 50 años de este episodio histórico que se cumplen en estos días:
“Nunca ningún funcionario mexicano pidió perdón por el crimen que cometieron. Nunca, ni uno solo de los verdugos de Tlatelolco ha sido procesado, sentenciado o castigado. Fue un crimen brutal, descomunal el que se realizó con total impunidad. Por el contrario, los verdugos fueron premiados, ocuparon posiciones de privilegio dentro del Estado”.
Es importante reafirmar esto, en un país donde reina la impunidad, ahora que se conmemora el cincuenta aniversario de este episodio trágico de nuestra historia, que a la vez fue un despertar de la exigencia de libertades y de una sociedad sin la opresión de los poderes, y especialmente del poder del Estado contra los ciudadanos. Medio siglo después, Guevara Niebla, al mirar en retrospectiva lo que fue aquello, dice: “Fue un movimiento de muchachos muy inexpertos que explotaron la lucha por la democracia y por las libertades políticas contra los abusos de la policía, y los reprimieron. Es una realidad brutal, porque la represión lo que produjo fue una sociedad muy resentida. Eso se mantiene hasta el presente: lo que nos está gobernando es el resentimiento en vez de las ideas”.
La masacre o matanza de estudiantes el 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en la ciudad de México, nunca fue castigada: revictimizaron a los estudiantes y a sus familias. Por los muertos, los heridos y los prisioneros nadie entregó cuentas: ningún funcionario de cierta jerarquía del Partido Revolucionario Institucional, el PRI, ni muchos menos algún presidente de la república emanado de ese partido (gobernante entonces y hasta ahora) ha pedido perdón por ese crimen. No era de esperarse que Gustavo Díaz Ordaz, presidente entonces, y Luis Echeverría Álvarez, secretario de Gobernación, los responsables directos de mayor jerarquía, se asumieran como culpables, ni por supuesto el ejército ni los cuerpos policíacos y parapolicíacos que ejecutaron el crimen, pero han transcurrido cincuenta años y ni siquiera de dientes para fuera (como los de Díaz Ordaz) los posteriores gobernantes y dirigentes del PRI pronunciaron el mea culpa. Han preferido guardar silencio y mantener la impunidad.
Los horrores de la guerra, los abusos contra las víctimas, en diversos países, han merecido el arrepentimiento de gobernantes y dirigentes, quienes han pedido perdón, en nombre de la historia y de la autoridad, al reconocer como atrocidades las acciones de un Estado represor. El poder, en México, sigue practicando la impunidad, y la matanza del 2 de octubre de 1968 se equipara, dentro de nuestra historia, con la represión sangrienta, a principios del siglo XX, contra los huelguistas de Cananea y Río Blanco. Se reprimió y encarceló a los huelguistas, y no se castigó a ninguna autoridad por los muertos y los heridos. Y el pliego petitorio de los obreros de Cananea era tan básico como las demandas de los estudiantes de 1968. Pedían los mineros en 1906: “1. La destitución del empleo del mayordomo Luis (nivel 19), 2. El mínimo sueldo del obrero será de cinco pesos, con ocho horas de trabajo [no había protección laboral, y los mexicanos ganaban tres pesos y los estadounidenses 7 dólares], 3. En todos los trabajos de Cananea Consolidated Cooper Company se emplearán el 75 por ciento de mexicanos y el 25 por ciento de extranjeros, teniendo las primeros las mismas aptitudes que los segundos, 4. Poner hombres al cuidado de las jaulas que tengan nobles sentimientos para evitar toda clase de irritación, 5. Todo mexicano, en los trabajos de esta negociación, tendrá derecho al ascenso, según se lo permitan sus aptitudes”. El gobierno de Porfirio Díaz, aliado con los estadounidenses, reprimió y masacró a los mineros, y sentenció a quince años de prisión y trabajos forzados a los organizadores del movimiento.
¿Qué pedían los estudiantes el 28 de julio de 1968? Cosas tan básicas como las que pedían los mineros en 1906: “1. Desaparición de la FNET [Federación Nacional de Estudiantes Técnicos, de carácter porril], de la ‘porra’ universitaria y del MURO [Movimiento Universitario de Renovadora Orientación, de ultraderecha], 2. Expulsión de los alumnos miembros de estas agrupaciones y del PRI, 3. Indemnización a los estudiantes heridos y a los familiares de los muertos, 4. Excarcelación de todos los estudiantes detenidos, 5. Desaparición del cuerpo de granaderos y demás policías de represión, y 6, Derogación del artículo 145 del Código Penal” [que criminalizaba la libre manifestación y la oposición al gobierno].
Al igual que, en 1906, en Cananea, nada que no pudiera cumplirse. Pero el autoritarismo no acepta ceder nada. Y lo que empezó como una riña, pronto cobró dimensiones sociales, que el gobierno de Díaz Ordaz [“¡Porfirio Díaz Ordaz!”, le gritaban los manifestantes], emanado del PRI, y caracterizado por el autoritarismo atrabiliario priista, actuó exactamente como Porfirio Díaz. Antes que cualquier negociación, la represión y el asesinato si era preciso. Ante la impunidad, poesía ¿Qué autoridad priista ha pedido perdón por las víctimas del 68? Ninguna, ni una sola, como bien lo ha afirmado Gilberto Guevara Niebla. A la impunidad del porfiriato siguió la impunidad del priato, y es la que hoy continúa en nuestro país, esperando que la justicia se siente entre nosotros, como lo escribió en su inolvidable poema “Memorial de Tlatelolco” la gran Rosario Castellanos. A medio siglo de la masacre, la gran poetisa sigue exigiendo justicia. He aquí el poema completo (publicado por primera vez en La noche de Tlatelolco,
de Elena Poniatowska, y recogido posteriormente en Poesía no eres tú):
“La oscuridad engendra la violencia/ y la violencia pide oscuridad/ para cuajar el crimen.// Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche/ para que nadie viera la mano que empuñaba/ el arma, sino sólo su efecto de relámpago.// Y a esa luz, breve y lívida, ¿quién? ¿Quién es el que mata?/ ¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?/ ¿Los que huyen sin zapatos?/ ¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?/ ¿Los que se pudren en el hospital?/ ¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?// ¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie./ La plaza amaneció barrida; los periódicos/ dieron como noticia principal/ el estado del tiempo./ Y en la televisión, en la radio, en el cine/ no hubo ningún cambio de programa,/ ningún anuncio intercalado ni un/ minuto de silencio en el banquete./ (Pues prosiguió el banquete.)// No busques lo que no hay: huellas, cadáveres,/ que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,/ a la Devoradora de Excrementos.// No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.// Ay, la violencia pide oscuridad/ porque la oscuridad engendra el sueño/ y podemos dormir soñando que soñamos.// Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria./ Duele, luego es verdad. Sangra con sangre./ Y si la llamo mía traiciono a todos.// Recuerdo, recordamos.// Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca/ sobre tantas conciencias mancilladas,/ sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,/ sobre el rostro amparado tras la máscara.// Recuerdo, recordemos/ hasta que la justicia se siente entre nosotros”.
Al igual que otros mexicanos, Rosario Castellanos dio una lección de valentía y civilidad. Al igual también que otros escritores y artistas (Octavio Paz, entre ellos) que habían servido en el gobierno, ya sea en puestos públicos en México o en la representación del país en el servicio exterior, condenaron el crimen y, con esa condena, desde la poesía, desde el arte, sigue intacta la exigencia de justicia y fin de la impunidad, que los gobernantes y los funcionarios jamás han atendido.
Octavio Paz escribió en su poema “México: Olimpiada de 1968” (recogido luego en su libro
Ladera este): “La limpidez/ (quizá valga la pena/ escribirlo sobre la limpieza/ de esta hoja)/ no es límpida:/ es una rabia/ (amarilla y negra/ acumulación de bilis en español) extendida sobre la página./ ¿Por qué?/ La vergüenza es ira/ vuelta contra uno mismo:/ si/ una nación entera se avergüenza/ es león que se agazapa/ para saltar./ (Los empleados/ municipales lavan la sangre/ en la Plaza de los Sacrificios.)/ Mira ahora,/ manchada/ antes de haber dicho algo/ que valga la pena,/ la limpidez”.
Si los testimonios y las crónicas sobre el 68, que hoy son parte
de la historia mediata, ya que no reciente ni lejana, siguen señalando a los culpables sin que ellos muestren no ya digamos arrepentimiento, sino ni siquiera vergüenza, la poesía, con su fuerza indeleble, con su mirada certera, los acusará, siempre, aunque ellos no den la cara y se escondan (se han escondido durante ya medio siglo) tras la sombra de la desmemoria o del olvido.
Gustavo Díaz Ordaz, el represor, se cobijaba bajo el manto del lema de los Juegos Olímpicos de 1968 (inaugurados diez días después de la masacre del 2 de octubre): “Todo es posible en la paz”, cuando Gabriel Zaid lo descobijó con un agudo epigrama (“No hay que perder la paz”) para evitar la desmemoria: “¿Sigue usted indignado,/ Señor Presidente?/ Mala cosa es perder/ por unos muertitos,/ que ya hacen bostezar/ de empacho a los gusanos/ la paz./ Todo/ es posible en la paz”. Ni siquiera los asesinos Entre los grandes poetas de México que escribieron sobre la masacre de 1968, quizá el poema más enfático y condenatorio fue el de Jaime Sabines (“Tlatelolco 68”), incluido en su libro Maltiempo (1972). Es, además, uno de los más extensos, y escrito por alguien que no dudó en condenar el crimen de Estado, a pesar del conflicto que ello le significaba por su parentesco directo con militantes priistas: su hermano
Juan Sabines Gutiérrez (19201987) fue incluso secretario general del CEN del PRI, además de diputado federal, senador de la república y gobernador de Chiapas. El propio poeta, por insistencia de su hermano Juan, fue también diputado federal por el PRI ocho años después del movimiento estudiantil del 68.
El poema de Sabines, “Tlatelolco 68”, sigue tan actual como hace medio siglo y fue profético: “Nadie sabe el número exacto de los muertos,/ ni siquiera los asesinos,/ ni siquiera el criminal./ (Ciertamente, ya llegó a la historia/ este hombre pequeño por todas partes,/ incapaz de todo, menos del rencor.)/ Tlatelolco será mencionado en los años que vienen/ como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,/ pero esto fue peor,/ aquí han matado al pueblo:/ no eran obreros parapetados en la huelga,/ eran mujeres y niños estudiantes,/ jovencitos de quince años,/ una muchacha que iba al cine,/ una criatura en el vientre de su madre,/ todos barridos, certeramente acribillados/ por la metralla del Orden y la Justicia Social./ A los tres días, el ejército era la víctima de los desalmados,/ y el pueblo se aprestaba jubiloso/ a celebrar la Olimpiadas, que darían gloria a México”.
En la segunda parte del poema, Sabines escribe: “El crimen está allí,/ cubierto de hojas de periódicos,/ con televisores, con radios, con banderas olímpicas./ El aire denso, inmóvil,/ el terror, la ignominia./ Alrededor las voces, el tránsito, la vida./ El crimen está allí”. Y continúa en la tercera parte, con el mismo tono elegíaco y condenatorio: “Habría que lavar no sólo el piso: la memoria./ Habría que quitarles los ojos a los que vimos,/ asesinar también a los deudos,/ que nadie llore, que no haya más testigos./ Pero la sangre echa raíces/ y crece como un árbol en el tiempo./ La sangre en el cemento, en las paredes,/ en una enredadera: nos salpica,/ nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza./ Las bocas de los muertos nos escupen/ una perpetua sangre quieta”.
En la cuarta parte del poema, Sabines es irónico. Comienza diciendo: “Confiaremos en la mala memoria de la gente”. Y, después de otros versos sarcásticos, vienen, quizá, los más rabiosos que se hayan escrito para describir la desvergüenza política: “Tenemos Secretarios de Estado capaces/ de transformar la mierda en esencias aromáticas,/ diputados y senadores alquimistas,/ líderes inefables, chulísimos,/ un tropel de putos espirituales/ enarbolando nuestra bandera gallardamente.// Aquí no ha pasado nada./ Comienza nuestro reino”.
En la quinta y penúltima parte del poema, Sabines describe la búsqueda e identificación de quienes, si tienen suerte, hallarán entre los asesinados a sus familiares. Otros no los encontrarán nunca. Los cadáveres se exhiben en las planchas de la Delegación: cadáveres “semidesnudos, fríos, agujereados”. Y concluye su poema con rabiosa ironía: “El gobierno apadrina a los héroes./ El peso mexicano está firme/ y el desarrollo del país es ascendente./ Siguen las tiras cómicas y los bandidos en la televisión./ Hemos demostrado al mundo que somos capaces,/ respetuosos, hospitalarios, sensibles/ (¡qué Olimpiada maravillosa!)/ y ahora vamos a seguir con el Metro/ porque el progreso no puede detenerse”.
La poesía de Jaime Sabines (el poeta mexicano del amor y de la muerte, por excelencia) nunca fue tan indignadamente social como en “Tlatelolco 68”. Es una de las piezas testimoniales más entrañables de la denuncia poética, y un poema de gran valor civil en el momento en que fue escrito y publicado, especialmente por el conflicto personal que tuvo que enfrentar su autor.
Están por cumplirse cincuenta años de la masacre de estudiantes, en Tlatelolco, en 1968. Nunca nadie pidió perdón por el crimen. Como si las víctimas jamás hubiesen existido. Pero la poesía es más durable que la frágil memoria, y logra, por años, por siglos, por milenios, que el mal no se esconda, tras el olvido, en las sombras de la impunidad.
En su libro Toda la furia (1973), el poeta Horacio Espinosa Altamirano hace el reportaje sobre esta infamia sin castigo. El colofón de esta historia es lo que nutre el principio y el sentido de los poemas de Rosario Castellanos, Octavio Paz, Gabriel Zaid y Jaime Sabines: “El tres de octubre fuimos con un periodista a la base de la Fuerza Aérea Mexicana, llamada Santa Lucía. Allí, ambulancias militares eran limpiadas a fuerza de chorros de agua. Se dijo que cientos de cadáveres fueron tirados al mar”. La voz de Jaime Sabines seguirá insistiendo: “Nadie sabe el número exacto de los muertos,/ ni siquiera los asesinos,/ ni siquiera el criminal”.