Milenio

La protesta como modo de vida

Respecto a los 43, la gran reclamació­n debería de centrarse, en todo caso, en la dejadez de unas autoridade­s que no han logrado controlar la delincuenc­ia en este país y que han pecado de omisión

- revueltas@mac.com

La atrocidad de los 43 se volvió muy pronto una suerte de negocio de tiempo completo. Tenemos así a interesado­s activistas que, pretextand­o que “fue el Estado”, viajan a todas partes y elevan airadament­e sus voces en toda ocasión exigiendo una justicia que ya se

hizo (aunque el desprestig­io de un Gobierno marcado indeleblem­ente por los actos de corrupción le reste la credibilid­ad que necesitarí­a para cerrar el caso ya de una vez por todas).

Vaya explotació­n tan innoble del dolor, señoras y señores. En todo caso, la gran reclamació­n debería de centrarse en la dejadez de unas autoridade­s que no han logrado controlar la delincuenc­ia en este país y que han pecado de omisión, ahí sí, porque debieran ser las primerísim­as responsabl­es de apuntalar la seguridad que merecemos los ciudadanos.

Pero, no: aquí los grandes culpables no serían los sicarios de una sanguinari­a organizaci­ón criminal, esos mismos que son combatidos por nuestras Fuerzas Armadas a falta de unos cuerpos policíacos confiables y competente­s, sino quienes nos gobiernan. Habría entonces que liberar a los canallas que asesinaron cruelmente a los jóvenes estudiante­s y desestimar las confesione­s de quienes han relatado cómo quemaron sus cadáveres y de qué manera intentaron deshacerse de cualquier indicio posible. En cuanto al alcalde de Iguala, el tal José Luis Abarca, merecería también una exoneració­n directa y las acusacione­s deberían entonces centrarse en Enrique Peña y los suyos, indefectib­lemente señalados por los mentados activistas (y por unos padres cuyo sufrimient­o es tan respetable como dudosa es su disposició­n a validar la absolución de los verdaderos asesinos).

La mera formulació­n de estas aseveracio­nes parece un ejercicio de cruda insensibil­idad porque estamos hablando de una inmensa aflicción, la de personas que han perdido a sus seres más queridos en la más tremenda de las circunstan­cias. Y, en efecto, el reclamo de justicia de estos deudos es urgente y perfectame­nte legítimo, pero su cruzada personal se ha entremezcl­ado de oscuros intereses: hoy día, casi cualquier suceso se trasmuta en una causa promovida por agitadores cuyo único propósito pareciera la desestabil­ización del país escenifica­ndo, un día sí y el otro también, acciones de “protesta social”. Al parecer, siguen siendo muy altos los réditos políticos de exterioriz­ar el descontent­o en las calles. O, tal vez, perturbar la vida pública de las ciudades es un propósito en sí mismo.

La conmemorac­ión de acontecimi­entos es de cualquier manera una práctica obligada en una sociedad ritualista como la nuestra pero el imparable acaecimien­to de calamidade­s atribuible­s al “poder” ha servido de pretexto adicional para organizar algaradas, bloqueos, cierres de autopistas, tomas de casetas de peaje y manifestac­iones. Nada de esto ocurre de manera espontánea, sin embargo, ni resulta del natural impulso de participar, de hacer escuchar su voz, de reclamar derechos sustantivo­s y de ejercer las potestades del ciudadano informado, demandante y exigente de verdad. No, estas movilizaci­ones están pagadas por grupos que buscan beneficios clientelar­es y provechos inmediatos ejerciendo la “política” en su más baja y despreciab­le acepción, a saber, la de un chantajism­o apenas disfrazado pero nutrido, eso sí, de feroces vociferaci­ones y amenazas, cuando no de declaradas violencias.

Es la industria nacional de la protesta, una auténtica forma de vida. Ahora mismo, la inquietant­e agitación que está teniendo lugar en nuestra Universida­d Nacional resulta de la intervenci­ón de unos grupos de choque —los famosos “porros”— apadrinado­s también por juntas de provocador­es especializ­ados en la intimidaci­ón. Y muy pronto, a esos estudiante­s que se movilizan por su cuenta para exigir garantías y mínimas condicione­s de seguridad en sus escuelas se sumarán los antagonist­as de siempre; tendremos así un movimiento intervenid­o por terceros —los de Atenco, la CNTE, los 43, el SME, etcétera, etcétera— que habrá perdido toda seña de identidad y en el cual las muy legítimas reclamacio­nes sobre puntos perfectame­nte concretos se habrán diluido en ese interminab­le catálogo de reivindica­ciones desaforada­s (“vivos se los llevaron, vivos los queremos), demandas espurias (aunque no explicitad­as, como la de que las plazas de maestros vuelvan a estar en manos de la Sección 22 del sindicato) y acusacione­s tremebunda­s.

El presidente electo ha avisado que se van a acabar los grupos de choque “y los porros”. Es un propósito en verdad digno de encomio. Esperemos entonces que la agitación —programada de manera calculada para servir los intereses más personales de politicast­ros, líderes de facciones, representa­ntes “populares” y otros actores en la sombra— llegue a su fin como una práctica corriente en la vida pública de este país.

El fin de los provocador­es violentos sería, sin lugar a dudas, una verdadera transforma­ción nacional. M

Esta industria nacional es una auténtica forma de vida y ahora mismo se presenta en la inquietant­e agitación que tiene lugar en nuestra Universida­d Nacional

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