Vivir entre terremotos
Una inquietud natural entre quienes viven fuera de Ciudad de México es entender cómo pueden los chilangos sobrellevar su cotidianidad en medio de tanto sismo, más aún en estos días en que ya incluso se registran epicentros en el corazón de la colonia Narvarte, como ayer mismo.
Ocurrió en la presentación del libro Septiembre letal en la Feria de Yucatán, en marzo pasado, cuando varios de los amables asistentes, naturales de Mérida, preguntaban cómo puede un capitalino afrontar su día a día con la amenaza latente de un terremoto, dada la inquieta superficie terrestre que nos corresponde.
Acaso se trate de un convencimiento anclado en la fatalidad, que no faltará quien así lo perciba, pero el capitalino, ex “defectuoso”, como con peculiar
cariño nos dicen en varias partes del país, asume la condición geológica que le tocó en suerte y ve con tanta naturalidad como se puede el transcurso de su vida acompañado de estos vaivenes tectónicos y de la alerta sísmica.
Gracias a la amable invitación de Salvador Álvarez, esta vez correspondió presentar el volumen editado por MILENIO en la Feria Internacional del Libro Coahuila, donde fue inevitable la misma pregunta de los saltillenses que tuvieron a bien honrarnos con su presencia en la sala Enriqueta Ochoa la noche del jueves.
Como usted, el fusilero sabe de muchas personas que salieron huyendo de la ciudad en los sismos de 1985 y de no pocos que han tomado similar decisión después de los terremotos de hace un año, cuyos estragos durante el siguiente mes son la materia prima del libro en cuestión. Nada más comprensible. Supervivencia pura. Pero la mayoría de esos migrantes no nació en la capital.
Porque la sismicidad es solo una pequeña faceta de la ciudad. Habrá quien evoque una capital con organilleros, floristas y defraudadores de dónde quedó la bolita, de vendedores de algodón y elotes, de tranvías y recorridos por el poniente marginal, del antiguo pueblo de Tacubaya al de San Ángel, en cuyo trayecto mataron al pintor Egerton en el siglo XIX.
Otros atesoran las imágenes de Chapultepec y su calzada de los poetas a la que José Emilio Pacheco canta y remata con estos versos: “Aquí bajo el sol, la lluvia, el polvo, el esmog, la noche / yacen los prisioneros de las palabras”. Otros ven a la distancia las colinas aquellas que ya Carlos Pellicer conoció con el nombre de Olivar del Conde, desde las que juraba se podía ver brillar al norte las minas de Real del Monte, y que hoy es territorio bravo en que el fusilero pasó su infancia y adolescencia.
A los pies de aquellas colinas, cerca de los ríos Becerra y Churubusco, convertidos hoy en viaductos, está el barrio de Mixcoac, en que habitó el gran Octavio Paz, quien decía que algún día, saliendo de la primaria, vio unas nubes que lo motivaron a ser poeta, un colegio que se llama Williams y tiene un castillito, hoy en pie y operación, casa de campo del célebre Yves de Limantour, ministro de Hacienda de Porfirio Díaz.
Por esta ciudad corre la calle Donceles, donde un personaje de Carlos Fuentes atravesó en el tiempo para conocer a Aura, y pervive el Café La Habana, refugio de Roberto Bolaño y hoy de su admiradora Patti Smith. Se levantan en Coyoacán las casas de Diego, Frida y Emilio Fernández, quien ocultó ahí en un sótano de su barra a León Trotsky, perseguido por David Alfaro Siqueiros. Es nuestra ciudad, también, desde donde Gerardo Murillo y José María Velasco pintaron al Popocatépetl.
Sí, esta ciudad con todas sus contradicciones, de Iztapalapa a Santa Fe, de las Lomas al Cuernito, de Reforma a Rojo Gómez, es nuestra casa y en ella hemos aprendido a convivir con sus vicios y retos, con sus azotes y sus virtudes, con su violencia y su modernidad, con sus días soleados de arcoíris y sus tempestades, con sus marchas de protesta y mítines de júbilo, con sus días de fiesta y su inquieta, muy inquieta, superficie terrestre.
Historia, pertenencia, memoria, familia. Por eso aquí nos quedamos. Vivir entre terremotos.