Alertados
Así como los habitantes de toda zona sísmica llevan tatuada una personal escala de Richter, así también llevamos el chip impalpable de las declaraciones contundentes
Propongo que para un uso ejemplar de la alerta sísmica se añada el simulacro de declaraciones contundentes; se tendría que hacer un extenuante sacrificio y un delicado criterio para limitar el ejercicio a tan sólo cuatro o cinco anuncios por día o bien, combinar declaraciones contradictorias en una sola emisión: por ejemplo, si el presidente electo afirma que recibe a un país con estabilidad económica y a los pocos días, declara recibirlo en bancarrota. Se graba y se emite por la megafonía sísmica en escuelas, parques, plazas públicas y cruceros aleatorios para medir cambios en la confusión ciudadana, impacto psíquico y respuestas contrariadas.
Así como la alerta sísmica y el simulacro bien concertado ayudaron a salvar quién sabe cuántos accidentes hace un año, así también este recurso se podría volver costumbre (tanto como las noticias que se transmiten por tv o los artículos de opinión que parecen dispensables en algunos diarios). Que el ciudadano escuche exabruptos, gazapos, erratas, promesas y bravatas siete o diecisiete horas antes de que sean proclamadas en la realidad y así medir el telúrico impacto del verbo, la resonancia de la verborrea y el tamaño potencial del daño.
Hace un año los dioses del inframundo dictaron que se sacudieran las entrañas al cumplirse exactamente un aniversario doloroso de uno de los más grandes sismos jamás registrados en la historia de las placas tectónicas que se acomodan y desacomodan bajo el paisaje de México. Así también, podría ser de didáctico divertimento que los niños en la escuelas escuchen cuatro o cinco veces a la semana mensajes de los servidores públicos que —en realidad— no hacen más que eco de consignas y propósitos previamente enarbolados: “habrá pleno empleo en el sector laboral”, “no les vamos a fallar a los desarrapados y desahuciados, no nos volverán a saquear”, “se acabaron los privilegios, allá —al frente— se observa ya el páramo feliz del progreso”… y un largo etcétera serán entonces pequeños
podcasts de advertencia (no exenta de convertirse en adoctrinamiento consuetudinario).
De funcionar debidamente, podríamos adoptar a los teléfonos un pequeño dispositivo de alertas personales que anuncien al prójimo próximos o posibles brotes de ira (con cinco o nueve minutos de previsión) o bien, mínimas señales de flaqueza, pequeños intentos de heroísmo o francas insinuaciones que, al quedar advertidas ante interlocutores comunes, determinen el decurso de las discusiones o bien el concurso de la convivencia. ¿Será posible lograr la utopía de cualquier concordia con tan sólo anticipar las posibles respuestas o reacciones de los demás, minutos antes de que compartir con ellos nuestras dudas y desahucios? En realidad, así como los habitantes de toda zona sísmica llevan tatuada bajo la piel una personal escala de Richter, así también una inmensa mayoría de mexicanos ya llevamos en el hipotálamo el chip impalpable de las declaraciones contundentes. En cuanto las televisoras vuelven a pregonar —cada cuatro años— las garantías inapelables del Quinto Partido o en cuanto algún funcionario intenta obviar su mediocridad cacareando con mamparas el triunfo de una babosada burocrática, suena la diminuta alerta personal que le baja tres rayitas a las declaraciones contundentes, la pequeña conciencia que nos recuerda que no podemos dar por hecho lo que simple y sencillamente sólo está en la imaginación, ¡ah, pero qué maravilla sería que todo ello se sincronizara con las agujas de la alerta sísmica! No la advertencia de lo que podría suceder en breves minutos, sino el aviso oportuno y confiable de lo que indudablemente se nos viene encima; literalmente, tome usted nota de las declaraciones y contradicciones que ya son labia cotidiana y coteje al tiempo sus indudables sacudidas: el gobernador tropical que sonríe al anunciar un revolucionario programa de inversión sin precedentes, será probablemente fotografiado en pocos años tras las rejas temporales de un supuesto castigo, con la misma sonrisa; la mujer desquiciada que aparece desmaquillada al rendir mañana mismo una declaración precautoria ante el ministerio público, será posiblemente la diva de un momento futuro, donde ha vuelto por sus fueros, brazos en alto, maquillaje intacto; y ese que convence a la valiosa esperanza de miles con garantías infundadas o utopías en potencia, es capaz de aguar su propia fiesta con la advertencia —curándose en salud— de que en realidad, la neta, no hay mucha tela de dónde cortar y menos, considerando el alud de expectativas supuestamente ya resueltas en saliva.