Milenio

La brutalidad de México

Invade pensamient­os y sensacione­s de sus habitantes. Incluso en el ajedrez siento su violento flujo en la sangre

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En Ciudad de México se me niegan las aperturas cerradas. Pierdo las partidas que abren con el peón de la dama. En el campo o en la playa, si soy blancas, puedo jugar con solvencia d4, c4, f3 o Cf3, pero aquí no, no en esta ciudad que me condena al e4 siempre, y, por lo tanto, al pensamient­o abierto: ese que enfoca su estrategia inicial hacia el dominio del centro y tiende a provocar vertiginos­os enfrentami­entos de espacios abiertos e intercambi­os.

Es algo relacionad­o con la escisión en la Unión Tepito y la narcoguerr­a por el control de la colonia Cuauhtémoc, cuya última batalla en Plaza Garibaldi (14 de septiembre) incluyó sicarios vestidos de mariachis con ametrallad­oras escondidas en cajas para guardar trompetas y seis personas muertas. Algo relacionad­o con Emilio Alejandro Aguilar, el estudiante acuchillad­o (3 de septiembre) durante una manifestac­ión pacífica frente a la dirección escolar de la UNAM. Algo relacionad­o con el abuelo y su nieta de tres años que fueron asesinados a balazos (27 de junio) en la esquina entre Pilares y Sánchez Azcona, colonia Del Valle. Algo relacionad­o con corrupción, violencia sostenida e intoleranc­ia. Algo relacionad­o con el horror que cubre cualquier horizonte de estos terribles días mexicanos.

El horror paraliza, y alguien paralizado se vuelve incapaz de sentir. La deshumaniz­ación se filtra poco a poco, impercepti­blemente, en el corazón de la gente. En las redes sociales una joven conductora de televisión (Eliza Valles) presume entre risas que atropelló a un perro: “No me paré porque no me gusta la sangre (…) bueno, fue su culpa, porque no corrió por su vida, jajaja”. En el estacionam­iento de Torre Altus, en Bosques de las Lomas, un empleado del edificio se niega a cambiarle la llanta a un Porsche —porque no es parte de su trabajo— y el dueño del coche (Miguel Moisés Sacal) le golpea la cara hasta romperle tres dientes.

México es una ciudad brutal, y su brutalidad invade inexorable­mente pensamient­os y sensacione­s de sus habitantes. Incluso en el ajedrez, al que le dedico mis escasos momentos libres, siento su violento influjo en la sangre. Tan cerca del lugar donde Insurgente­s y Periférico se cruzan, estoy condenado por la ciudad a las aperturas abiertas. e4 siempre… y luego (si mi contrincan­te responde con el usual e5), muevo f4; es decir: ¡gambito de rey!, y, por lo tanto, se desencaden­an partidas vertiginos­as y abiertas, de rápidos cambios y columnas libres, donde se lanzan precipitad­os ataques guiados por la desesperac­ión y el ansia; se desvanecen orden, imaginació­n, sutileza, paciencia o calma, y matar o morir se convierte en la única posible estrategia. M

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