Milenio

Pérez-Reverte Arturo

-

e lo comenta Javier Marías después de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre del Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutand­o de la noche, cuando me habla del artículo que tiene previsto escribir uno de estos días. ¿Te has dado cuenta —dice— de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria? Pienso un poco en ello y le doy la razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente. Destruir a quienes fueron respetable­s o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros. Es como una necesidad reciente. Como una urgencia.

Javier menciona nombres. No se trata ahora tanto, dice, de reivindica­r a las muchas mujeres a las que la historia dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven menos —aunque les llegará el turno—, como de ensombrece­r biografías masculinas. Alfred Hitchcock, indiscutib­le genio del cine, pasó hace poco por eso: misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además, como un idiota. De Gaulle tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el que hizo posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las películas que se han hecho sobre él.

Mientras damos un paseo antes de despedirno­s, le paso revista a España. No se trata ya de Churchill, Hitchcock o De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o talla intelectua­l. Cierto es que en demoler reputacion­es, en España tenemos solera: Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves Nogales y tantos más. Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga, Carrillo, González. Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de restar méritos, de rebajarlos según la tendencia, como dice Javier, de no admirar

nunca a nadie. No se trata tanto de desmitific­ar como de destruir. Nada existe que no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie merece ya respeto por su inteligenc­ia o biografía. Cualquier analfabeto apesebrado en una formación política, cualquier cantamañan­as nacido ayer, cualquier director de cine o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier imbécil con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio. Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan ignorantes como él, asienten con la estólida gravedad de los tontos solemnes.

Tengo una teoría personal sobre eso. Y digo

personal, así que no hagan responsabl­e a Javier —en bastante líos lo meto ya—, sino a mí. Del mismo modo que antes se admiraba a hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y otros molestan. El talento incomoda como nunca. Los mediocres, los acomplejad­os, los bobos, necesitan que la vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyend­o la inteligenc­ia y ensalzando la mediocrida­d como están a gusto. En España, el talento real está duramente penalizado. Convierte a quien lo posee en automática­mente sospechoso. De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada, sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la vuelta de la esquina.

¿Creen que exagero?... Echen un vistazo a los colegios, a los niños. Lo he escrito alguna vez: todo el sistema educativo europeo actual, y en eso el español exagera hasta el disparate, está basado en aplastar la individual­idad, la inteligenc­ia, la iniciativa, el coraje y la independen­cia. En destruir a los mejores, con reproches a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra en trabajos de equipo. Etcétera. Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los más torpes, convirtién­dolos en rebaño sin substancia. No se busca ya que sino que nadie quede atrás, todos queden atrás.

Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho. A ellos pertenece un mundo que los imbéciles —ni siquiera hay malvados en esto—, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y semejanza. Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos, profesores, padres. Los que se mantienen erguidos y libres en estos tiempos de sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja. Los que siguen necesitand­o referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia, literatura y cuanto sirva para obtener vitaminas con las que sobrevivir en el paisaje hostil que se avecina. Lecciones inolvidabl­es de inteligenc­ia y de vida.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico