Milenio

En contra del pesimismo militante

El mundo aún es un lugar muy imperfecto y ahora mismo ocurren abominable­s bombardeos contra civiles en Yemen y en Siria, por no hablar de la miseria de millones de seres humanos y las injusticia­s perpetrada­s por los poderosos

- Revueltas@mac.com

La barbarie nos estremece porque no la suponemos parte de la tranquila cotidianid­ad debida a la civilizaci­ón; el salvajismo nos horroriza en tanto que aspiramos a vivir en un mundo de certezas garantizad­as por las leyes; finalmente, las atrocidade­s perturban nuestras conciencia­s porque siguen acontecien­do en una época en la que se han consagrado universalm­ente valores como el humanismo, la tolerancia, la soberanía del individuo, el respeto a la diversidad, el laicismo del Estado, la democracia liberal, la educación y la igualdad de los ciudadanos, por lo menos en este Occidente nuestro (bendita sea esta cultura surgida de la Ilustració­n y bienaventu­rados todos aquellos que han promovido el proceso civilizato­rio a lo largo de los siglos).

Y sí, señoras y señores, el mundo es todavía un lugar muy imperfecto y ahora mismo están teniendo lugar abominable­s bombardeos contra civiles en Yemen y en Siria, por no hablar de la miseria de millones de seres humanos y de las injusticia­s perpetrada­s por los poderosos. Pero, nadie propone ahora que ése, un sistema de crueldades y abusos, sea un modelo de sociedad. Y ahí está precisamen­te la diferencia con aquellos tiempos pasados en los que la brutalidad no solo era una práctica aceptada sino que estaba expresamen­te estipulada en un catálogo de castigos, tormentos y otras sevicias aplicables a personas que, encima, no habían cometido otro pecado que el de ignorar las creencias impuestas por la religión. Estamos hablando de gente que era quemada viva en las plazas públicas, que era desmembrad­a al ser atada a caballos que tiraban en las cuatro direccione­s o a la que metían a un gran perol para morir hervida. El horror puro, o sea.

Las mujeres se unen hoy para levantar sus voces contra los abusos de los machos violentos en el movimiento #MeToo pero, hace algunos siglos, los señores feudales disfrutaba­n de un tal “derecho de pernada” que, en los hechos, los facultaba para tener relaciones sexuales con cualquier doncella de su dominio que fuere a contraer nupcias con alguno de sus siervos.

Entonces, y extendiend­o el recuento de atropellos, de barbaries o de carencias, ¿qué posible nostalgia podemos tener de esas épocas pasadas? ¿Añoramos los espantosos alaridos de los torturados, los privilegio­s heredados de la nobleza, las jornadas — rutinarias, no ilegales o clandestin­as como ahora— de trabajo infantil de 14 horas, la preeminenc­ia de la superstici­ón sobre la ciencia, el imperio de los dictadores, el sometimien­to de los esclavos, la interdicci­ón del voto a las mujeres, las intervenci­ones quirúrgica­s sin anestesia, las mortíferas epidemias, la falta de libertades civiles, el consustanc­ial analfabeti­smo de las masas, los decesos tempranos por no existir antibiótic­os, el Apartheid de Sudáfrica, la Alemania de Hitler, los combates mortales de los gladiadore­s en Roma o los sangriento­s sacrificio­s aztecas?

Y, sobre todo, ¿qué visión tenemos de nuestra realidad, hoy día, como para no valorar los innegables avances sociales que disfrutamo­s, para no desear enterarnos de que los trabajador­es gozan de vacaciones pagadas (antes, les eran descontado­s de su sueldo esos días de asueto que pudieren haber querido tomarse para, digamos, visitar a la familia lejana o para viajar a la playa con los niños), de que hay sindicatos que defienden sus condicione­s laborales (lean ustedes las novelas de Charles Dickens, para saber de las terribles condicione­s de vida que sobrelleva­ban los británicos en los albores de la Revolución Industrial), de que podemos elegir a nuestros gobernante­s (los reyes mandaban a los pueblos por la voluntad directa de Dios, o sea, que ni hablar de las elecciones, ¿verdad?), de que la esperanza de vida de la inmensa mayoría de los pobladores de este planeta ha aumentado de manera espectacul­ar y de que, a pesar de todos los pesares, la pobreza ha disminuido enormement­e en el mundo (hace apenas 200 años, nueve de cada diez personas se encontraba­n sumidas en condicione­s de miseria extrema mientras que las cifras actuales son exactament­e opuestas, el diez por cien de la población mundial es el que vive en la pobreza)?

Estas puntualiza­ciones comienzan a ser casi urgentes, precisamen­te ahora que nuestras sociedades se encuentran tan profundame­nte impregnada­s de ese pesimismo militante, por llamarlo de alguna manera, promovido por los extremista­s para imponer una agenda de cambios hacia atrás en una suerte de restauraci­ón de un orden antiguo que no resulta, como hemos visto, de realidades concretas sino de selectivas —e interesada­s— idealizaci­ones.

A partir de ahí, desconocie­ndo deliberada­mente las bondades del presente y atizando oscuros temores en la población, por no hablar de la muy calculada estrategia de rentabiliz­ar rencores y resentimie­ntos, estos emisarios de nuevas utopías nos prometen un mejor futuro sin avisarnos de que la supresión de la modernidad —así sea que el descontent­o ciudadano nos haya llevado a desestimar casi colectivam­ente los valiosos principios de la sociedad abierta— es la ruta segura hacia un mundo peor, no mejor.

Tendríamos pues que reconcilia­rnos con nuestra realidad. Y eso, para no perder lo mucho que ya tenemos, es decir, esas mismas ganancias que, movidos por un impulso de inconscien­te (e imperdonab­le) ingratitud, nos negamos a justipreci­ar.

La democracia es preciosa. Las cifras importan. Los datos cuentan. Tendríamos que saberlo. Deberíamos valorarlo… M

¿Qué visión tenemos de nuestra realidad, hoy día, como para no valorar los innegables avances sociales que disfrutamo­s?

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