2 de octubre: El resentimiento
Después del 1 de julio, a través de las más diversas voces, al movimiento de 1968 lo han referido como el suceso que desde varias perspectivas cambió a México. Aun aquellos que en un momento dado fueron resistentes a su verdadera trascendencia, han abordado el tema con afanes reivindicativos y lo han convertido, inclusive, en correlato, en semilla, en punto de inflexión con el presente político manifiesto en este 1 de julio.
En esta nota debo decir que no soy de los que creen en la visión que tiene como primera referencia del movimiento el 2 de octubre y el “no se olvida”. Se entenderá por un sólo dato: vi a ayer una vieja entrevista de Joaquín López Dóriga a Luis Echeverría, tal vez de hace dos décadas, quien con fingida pena le respondió al entonces joven reportero, “No, 2 de octubre no se olvida”.
Oído lo anterior, llevan razón, y a ella esperanzan que se haga justicia y el sacrificio haya valido la pena, todos aquellos que participaron en el movimiento o quienes heredaron el espíritu democrático de ese año, donde unos y otros aprendieron a valorar la vida de los demás, sobre todo cuando ésta ha sido entregada a la causa de la libertad y de la democracia.
No quiero dejar de decir que fingir o mentir, como lo hizo el entonces Secretario de Gobernación, sobre el movimiento de 68 en la entrevista mencionada, es un acto de cinismo vulpino. Aun transfundida a este tiempo, la entrevista es una representación de lo que era una clase política cuya deshonestidad no tenía límites ni contrapesos.
Echeverría fue capaz de mentir, antes y después de su protagonismo en el desenlace del movimiento, porque en efecto, no tenía a quien rendirle cuentas en sentido estricto. Por eso Díaz Ordaz le heredó el poder sin sobresaltos cuando en el país había una herida abierta, resultado inequívoco de la patología de un régimen político, al que perfectamente se le pudo acusar de genocidio.
Si se quiere entender porque estos 50 años del 2 de octubre de 1968 han tenido este nivel de e vocación y des ahogo, asúm aselo profundo, lo doloroso, lo sensible en el alma colectiva de esa herida, y el resentimiento provocado por el desprecio con el que el viejo régimen procesó social y políticamente el crimen.