“Nos organizamos 50 personas para vigilar; aquí no hay ni jefe de manzana ni presidente de vecinos”
lugar de entregarlos a las autoridades”.
Los asaltos comienzan en las mañanas. Los delincuentes dejan un lapso y reanudan de tres de la tarde a la medianoche, “aprovechando la geografía del terreno, que es muy accidentado y de difícil acceso para los vehículos e inclusive para las personas”. Las calles son tan abruptas y empinadas, que una persona puede rodar hasta 20 metros sin tener posibilidades de frenar. Aquí, comenta el hombre, otro de los negocios ilícitos son las narcotienditas, donde el surtido va desde mariguana, cocaína y piedra.
“Parecen rutas mortales”, observa quien traza límites con la colonia Lázaro Cárdenas, conocida como La Presa, del municipio de Tlalnepantla, Estado de México, hacia donde los delincuentes brincan, así como también se adentran en la zona ecológica del Chiquihuite. Este vecino asegura que hay vendedores de drogas con edades que van de los 9 años, incluso algunos de ellos andan armados, y se mueven en un terreno que “ni los cuatro por cuatro pueden entrar”, agrega, para luego aclarar que se refiere a policías de a caballo. Hay otras escenas alarmantes que ha observado la señora Rodríguez, que teme por la seguridad de sus hijos que estudian en el Instituto Politécnico Nacional, cerca de donde hace poco a uno de ellos le robaron el carro. Este delito es otra de las plagas que azota esta parte de la ciudad. El pasado miércoles, minutos después de la medianoche, robaron un Nissan Tiida rojo, modelo 2018, dice la señora Rodríguez, quien durante la medianoche ella y sus vecinos han escuchado ruidos de autos sobre la calle Aldama, donde apagan el motor y escuchan disparos. Al día siguiente aparecen cuerpos acribillados. “Los van a matar ahí, pero las víctimas ni los matones son del rumbo”, dice Rodríguez. Y en el barrio San Juan y Guadalupe Ticomán —continúa— “hay una bandita llamada Los 18, que asaltan y golpean; andan armados”. La señora Rodríguez está muy molesta. Y es que ante la impunidad con que actúan los malos, ella prefiere que les mochen las manos. “Sí, es lo mejor”, dice mientras se queja de que las autoridades de esa demarcación “nos tienen abandonados”. —Ahora ustedes amenazan con lincharlos. —Sí, es que ya se pasaron: a mi pobre hijo le robaron el carro, un Sentra, en el Casco de Santo Tomás. Llevaba su caja de herramientas. Fue un viernes. El sábado fueron a buscar el auto, pero los policías se hacen güeyes. Mi hijo estudia la licenciatura en Economía. Pero lo que más colmó su paciencia fue lo sucedido hace ocho días, cuando atestiguaron que delincuentes de la zona bajaban a un joven de un taxi y lo golpeaban en forma salvaje. La señora Rodríguez vio reflejado a sus hijos estudiantes en aquel muchacho. “Los delincuentes están coludidos con motoristas”, añade la indignada mujer. —Y ya se organizaron. —Sí, ya nos organizamos alrededor de 50 personas para vigilar, como lo hicimos para arreglar las calles, porque aquí no hay ni jefe de manzana ni presidente de vecinos. M