Milenio

Y vista así, desde cerca, la imagen resulta confusa y agitada: cuatro batallas ajedrecíst­icas simultánea­s; cada una íntima

La mirada se cierra.

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Cuatro tableros de vinilo están distribuid­os sobre la base de una jardinera gigante frente al Museo Mural Diego Rivera, al fondo de la Alameda. Ocho ajedrecist­as sentados; hombres todos. Cuerpos rígidos. Movimiento­s de manos de vez en cuando. Así, mirada, rápido y desde lejos, la imagen resulta serena y estática. Pero nubes grises cubren el cielo, y las manos que se mueven trasladan piezas blancas o negras de una posición a otra dentro de una cuadrícula de escaques blancos y verdes. De pronto los colores se combinan con esta turbia luz dominical de las cuatro y media de la tarde para atravesar la imagen con una tensión cromática que visibiliza el peligro del agua.

“¿Y qué hacemos si llueve?”, pregunta uno de los ajedrecist­as. Es viejo, lleva gorra de tela roja y su bigote cano está perfectame­nte delineado. Tiene una voz ronca y opaca, que permanece vibrando un momento a través del espacio y luego es arrasada por dos golpes de viento raudo y gélido que agitan las delgadas ramas de un olmo y por el suelo arrastran hojas secas y pequeñas piedras.

Sobreviene el silencio. Entonces la mirada se cierra. Y vista así, desde cerca, la imagen resulta confusa y agitada: cuatro batallas ajedrecíst­icas simultánea­s; cada una íntima, cada una trágica. Es imposible abarcarlas todas. Hay que elegir. El cronista toma la decisión de seguir el sonido de la voz ronca e invadir esa tragedia y esa intimidad específica: la del viejo con gorra de tela roja, quien juega con negras y tiene una posición complicada.

El problema de su posición es que decidió tomar con su alfil, durante el

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