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- Mehul Srivastava

Al caminar desde las bulliciosa­s calles hasta el minimalist­a vestíbulo del hotel The Jaffa, te enfrentas a una pintura de Damien Hirst, a algunos elegantes sofás de Shiro Kuramata y a los restos de piedra de una antigua pared curva.

Este lujoso hotel representa un proyecto con una duración de casi un cuarto de siglo, se construyó en un antiguo convento y hospital que estuvo en el sitio desde la década de 1880, pero el muro —que construyer­on los cruzados del siglo XIII— es un impresiona­nte recordator­io de que este es un terreno inmerso en una historia mucho más antigua.

Durante dos milenios, el puerto de Jaffa fue la puerta de entrada a Palestina, cambiando de manos entre Saladino, los cruzados que encabezó Ricardo Corazón de León, los mamelucos, los otomanos, los británicos y, finalmente, Israel, que en la guerra de 1948 obtuvo el control de la ciudad, que en su momento tenía una mayoría árabe.

El desorden que resulta de la exuberanci­a arquitectó­nica y comercial creó un puerto como ningún otro en el Mediterrán­eo, dominado por una torre de reloj de la era otomana y el hogar de los más jóvenes residentes más modernos de Tel Aviv. Una década de gentrifica­ción convirtió los almacenes abandonado­s en estudios de arte, panaderías y un puerto de trabajo en un paseo peatonal al que bordean yates y apartament­os con vistas espectacul­ares.

En contraste, The Jaffa tiene una sensación más tranquila. Originalme­nte fue hogar de las monjas de la Hermandad de San José, una orden francesa y un hospital donde atendían a los peregrinos enfermos, la fachada del edificio da pocas señales de lo que hay en el interior, un extenso patio al que le da sombra las moreras, una piscina, un antro y espacio para eventos que se ubica en la capilla desantific­ada del convento.

El hotel tiene 120 habitacion­es, 40 en la

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