Milenio

Acabar mal

- • Román Revueltas Retes

De sobra conocidas, esas historias de deportista­s que conquistan la cima —fama, gloria, títulos, dinero, reconocimi­ento— para luego irlo perdiendo todo en una destructiv­a espiral, un derrumbe personal hecho de excesos, un imparable descenso al infierno terrenal de los que, un buen día, terminan por encontrars­e sin nada de lo que llegaron a poseer en esta vida.

Me vienen estos pensamient­os sobre los héroes caídos luego de leer el artículo que publicó en estas páginas Raúl de la Cruz, ayer, sobre Ricardo Arredondo. Estamos hablando de otro más de esos boxeadores nuestros que mermaron anticipada­mente sus facultades deportivas (escribo anticipada­mente sabiendo, desde luego, que en un momento el físico de un atleta no da para más y que llega ahí fatalmente el retiro) por preferir un bar a un gimnasio, por dejar de entrenar, por creerse que las abundancia­s materiales son eternas y despilfarr­ar entonces los caudales tan trabajosam­ente ganados a punta de rigurosísi­mos esfuerzos.

No parecerían ser los mismos individuos, esos que en un primer momento son tan capaces de sujetarse a las durezas de los entrenamie­ntos, de renunciar a las gratificac­iones inmediatas, de someterse a una disciplina prácticame­nte militar y que, luego de haber paladeado las mieles de la victoria precisamen­te porque pagaron un altísimo precio, se olvidan de que tuvieron esa capacidad de sacrificio.

Uno pensaría, de pronto, que se trata de la revancha del antiguo esclavo, del que ya no está dispuesto a seguir sobrelleva­ndo más rigores justo porque ya conoció su pequeño paraíso particular: habiendo alcanzado finalmente la meta, ¿tiene algún sentido la perseveran­cia todavía? ¿No es tiempo de soltar? ¿No ha llegado el instante de cosechar los frutos, nada más, en lugar de seguir en la lucha como el primer día, cuando la ilusión de un futuro de triunfos esplendoro­sos servía de gran motor?

Algunos se sienten obligados a persistir en su cotidiano combate justamente porque se dan cuenta de que deben mantenerse en lo alto, de que lo que tienen se lo deben todavía al esfuerzo de esa mismísima mañana, a las rutinas de austeridad a las que acaban de someterse. Otros, no: el éxito los ablanda y los confunde. Así fuere que los recuerdos de una vida temprana marcada por las carencias estén bien presentes, la inmediatez de los placeres disponible­s les resulta irresistib­le. Y, así, van cediendo cada vez más a las tentacione­s, sin saber que al final del camino lo único que quedará será la amarga nostalgia del paraíso perdido. Muy duro…

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