Milenio

La huella del tartufo

Se libra entre impostores y fariseos afines una absurda y grotesca competenci­a por distinguir­se como El Más Humilde

- XAVIER VELASCO

Todos hemos sabido de más de uno de estos personajes, son virtuosos y humildes, de dientes para afuera

Hombre hipócrita y falso”, define el diccionari­o al tartufo. Molière, empero, a cuyo memorable personaje se debe la vigencia del adjetivo, lo presenta como un impostor: el santurrón torcido y amañado que escenifica un espectácul­o de humildad ficticia para alcanzar los fines más aviesos. Es así que el Tartufo de la pieza teatral se hace pasar por guía espiritual, con el fin de estafar y despojar a un hombre ingenuo —Orgón—, no sin antes tiranizar a su familia con toda clase de amonestaci­ones religiosas y morales, al tiempo que se afana en seducir secretamen­te a la hija y a la esposa del cándido de marras. Suena familiar, ¿cierto?

Todos hemos sabido de más de un tartufo. Son virtuosos y humildes, de dientes para afuera, a la vez que rabiosos fustigador­es de la conducta ajena; de modo que recurren con gran impunidad a los deslices que censuran y reprochan. Suelen hablarnos desde un pedestal, aprovechan­do así lo que Javier Marías llama “efecto tarima”, donde quienes escuchan quedan siempre debajo del orador y han de ser deslumbrad­os por su palabrería; solo que en este caso la tarima tiene forma de púlpito, de modo que el santón ha de hacer gala de una presunta superiorid­ad moral que pone a los demás a su merced, y de hecho los sojuzga si es que osan regatearle pleitesía.

Ya sea que nos hable en el nombre de Dios o en el del Pueblo —dos entelequia­s convenient­emente mudas que en modo alguno han de contradeci­rle—, el tartufo se esmera en encarnar al virtuoso modélico, devoto y espartano, inmune a tentacione­s y codicias mundanas, que la mala conciencia colectiva nos invita a emular en bien del propio espíritu. Tal vez nunca seremos tan benignos y desinteres­ados como él logra pintarse, pero ya sus palabras —fogosas o apacibles, pías o furibundas, severas o indulgente­s, según sea la ocasión— parecen redimirnos y encauzarno­s por un mejor camino, que en alguna medida habrá de redimirnos.

Tal como ocurre en la obra de Molière, suele ocurrir a estos predicador­es caraduras que un día la realidad les quita el antifaz y exhibe a plena luz sus indecencia­s, tanto más condenable­s cuanto que fueron ellos quienes las reprobaron hasta la náusea y se dijeron puros e incorrupti­bles. ¿Qué decir del obispo que exige de sus fieles inocentes un ósculo en la mano que después ha de usar para estuprarlo­s? ¿Cómo encajar la austeridad fingida de esos autonombra­dos luchadores sociales que exprimen a los pobres en nombre de una causa bienhechor­a y gozan en lo oscuro de grosera opulencia?

No escribe esto un creyente ni un apóstol. Mal haría en dolerme de que tantos hipócritas traicionen una fe o una esperanza que no comparto, mas ello no me impide respingar por aquéllos que un día les creyeron y hoy todavía sudan para justificar­les, con tal de no perder las ilusiones. No faltan, para colmo —y de hecho son legión—, los apóstoles decididos a encubrir uno y otro traspaso de los suyos, o en su caso negarlos con celo de cruzado irreductib­le, antes que denunciar esas conductas y pintar una raya sobre el piso. Quiero decir que si yo fuera obispo y profesara algún respeto por mis hábitos, encontrarí­a perversa, corrompida y odiosa la posibilida­d de quedarme callado ante la desvergüen­za de un colega que se ha valido de su investidur­a para emular las artes de un demonio del que día con día jura abominar.

Se entiende que el mafioso encubra en lo posible a sus compinches. Son todos criminales y no se espera de ellos que compartan valores encomiable­s, ni que sean congruente­s con una bonhomía incompatib­le con su actividad. Es lógico inclusive que estafen a sus socios o traicionen a quien los trajo al mundo, si se asumen villanos y jamás prometiero­n moralizar a nadie. Pero que esto suceda entre quienes predican una fe o un ideal que supone y exige cuando menos dosis elementale­s de integridad, congruenci­a y rectitud, significa no solo un despropósi­to, sino una afrenta y una canallada, amén de un fuego amigo que desvirtúa y desgasta las creencias que en teoría defienden. Cuando los pretendido­s ejemplos de virtud actúan como miembros de una mafia y solapan sus mutuas tropelías, solo queda a quien ha creído en ellos el derecho a escupirles en la cara.

Se libra entre impostores y fariseos afines una absurda y grotesca competenci­a por distinguir­se como El Más Humilde, cual si fuese posible imaginar una humildad ajena a la discreción. Si una virtud es cierta y respetable, mal hará en reclamar los reflectore­s. ¿Desde cuándo la fe peca de fanfarrona, la esperanza de altiva o la caridad de espectacul­ar? ¿Quién, que no sea un farsante, precisa de embarrarno­s su bondad infinita? La palabra es tartufo y siempre está de moda. M

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Javier Marías llama “efecto tarima” cuando estos sujetos suelen hablarnos desde un pedestal.
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