Milenio

En un

Soy despacho de contadores; pa’ mí no fue fácil hacerle al macuarro: cerrar un acceso, abrir otro: sufrí cortadas, raspones, despelleja­duras, de todo

- * Escritor. Cronista de

Los escuché cuando salieron, muy a su pinchi modo: a las tres de la mañana arrastraba­n maletas, gritaban gustosos, azotaban puertas y les echaban llave. Los escuinclil­los brincaban en la escalera de fierro. Y yo, sin dormir en cinco días, traía una cruda cuata; casi lo logro cuando me despiertan con su alboroto. La sobrinita del Memelón, Leandra se llama, me dijo días antes: “El jueves nos vamos todos con mis tíos a Acapulco, en su microbús. Regresamos el domingo, ¿no vas? Para que no te quedes solito en la vecindad”.

¡Ya se van!, pensé: ora es la mía. Como lo había planeado, recuperarí­a mi vivienda.

En la vecindad del 37 vivimos sin bronca seis familias, hasta que un día Memelón decidió que mi cantón le gustaba pa’ su vieja y sus perros. “Es mucho espacio pa’ ti. Nunca cargaste a la Mogotes y te dejó porque quería macho con semilla, wey. La Uña ya mero se alivia y no cabremos. Prestas o prestas”. Nomás yo no era parentela de Memelón, gandalla del vecindario.

No era cábula, me invadió la semana que fui a Tepetongo a dejarle la pensión a la Mogotes; con los paisanos echamos buenos pulques; hicieron un borreguito en barbacoa y hasta un revolcón con la Mogotes me di entre la milpa, cosa que no volveré hacer: como también le gusta la pulqueada, olemos a sudor agrio y eso no me guta: cansado y sin feria agarré la Flecha hasta la terminal de Observator­io y de ahí otro camión p’al cantón. Oh, surpráis: Memelón en mi cantón: el primero al abrir el portón, en la envidiada planta baja.

Amontonaro­n mis cosas en la parte que rentaban ellos, en el tercer piso; alegaron que necesitaba­n más espacio, que yo era solo y la vivienda un leonero. Ahí, la verdad, le daba servicio a Paulita la administra­dora, de vez en cuando; solté una lagrimita cuando murió, la verdad: la vida en la vecindad se desmadró: nadie cooperaba pa’l pago de la electricid­ad de la bomba de la cisterna; menos pa’ barrer el patio, caerse con lo del pago del predial, el agua y demás servicios. Con todo, la nave flotaba, brincando las mierdas de los perros amontonada­s en el patio. Abundaron con el calor y las lluvias moscas peludas, de lomo tornasolad­o, pachonas.

La verdad, Memelón me imponía. No la hice de pex por la invasión. ¡Cómo, si además de lo malentraña, se refuerza con sus concuños y sobrinos, ya wevoncitos! Pero en una peda con Tomate, Gasparín, Yayo y otros malandrine­s del barrio, les conté del despojo; por endejo, dijeron: cuando quieras recuperamo­s tu jaus; acuérdese del Sureño: que sus vecinos hojaldras se metieron a su cantón abriendo un boquete de casa a casa; eran malasmaña, parientes del preciso municipal y de dirigentes del partido; no los pudo sacar. Pero si a usté no le faltan güevitos, recuperamo­s lo suyito. Va, dije, y echarse p’atrás: ni pa’ tomar vuelo.

Escuché el portazo del microbús Ruta 22 dado al cuaz; me asomé: maletas y cobijas escurrían hasta el medallón de la charchina. ¡La vecindad, solita pa’mí! En chinga me vestí y fui a despertar al Tomate, al Gaspar y al Yayo, macuarro milusos. Bajamos los materiales que en operación hormiga junté en la vivienda y nos dimos a la tarea. Le apliqué la misma al Memelón: como nunca cambió la cerradura, abrí y amontonamo­s sus tiliches y trebejos en el tercer piso y bajé los míos, los metimos por el acceso del patio y abrimos otra puerta con acceso desde la calle.

Órale, mai, no se distraiga que nos gana el amanecer, arreaba el Gasparín. En chinga, antes que el vecindario despierte. Yayo prepara la mezcla, remoja tabiques. Conseguimo­s cemento de pronto fraguado. Con marros y cinceles marcamos lo que sería la puerta, y con el esmeril de volada rebanamos tabiques y juntas. En minutos estuvo listo el boquete.

De repente el Gaspar se apanicó. ¡Esto es delito, es allanamien­to de morada, don! ¡Nos estamos metiendo en un pedototote! ¿Cómo puede haber delito en un país de delincuent­es?, dije: usté trabaje con la vista al frente y el pecho en alto; ellos agandallar­on primero, va la mía. Yayo, el macuarro milusos, me hizo segunda: a güevo, mi parna tiene razón, ya traje la puerta de fierro; la calzamos, nivelamos, anclamos y repellamos; luego va la reja, con doble cerradura, más la de la puerta: ¡a ver quién puede meterse, chingao! Somos bien machines, neta que sí.

La niña Leandra es mi amiguita; amable, a pesar de su chusma familia; mandó por el celular, a las siete de la mañana, sus primeras fotos: “Ya estamos en el mar, amiguito”. Foto: la playa Papagayo, con la isla de la Roqueta al frente; foto: la combi sobre la Costera. Foto de su papá y el montonal de parientes apañando una palapa; chelas a un lado de la hielera; bolsas de hielo. Foto de cada uno con su mojarrota frita y harta salsa Valentina; foto aplastados sobre sillas de plástico que se pandean por las lonjas que la chusma desparrama. Foto: luciendo uñas enterradas, callos y juanetes en sus chancletas; la chancha grabadora de los narcocorri­dos. Lo mismo que cada domingo en el patio de la vecindad, pero con palapa: porque se adueñan de la cisterna, llenan tinas y se dan su remojón. Alégales, cuando eres minoría.

Soy ofisbuey en un despacho de contadores; pa’ mí no fue fácil hacerle al macuarro: cerrar un acceso, abrir otro: sufrí cortadas, raspones, despelleja­duras, de todo. Los electrodos chisporrot­eaban y su luz azulosa aluzaba la fachada. Hasta una uña me aplasté con el mazo y palpitaba cuando Celeste, amiga de la señora Machuca, llegó de metichona: ¿Qué hacen, don, tan madrugador­es? Pus la puerta pa’ la accesoria que siempre quiso Paulita, pa’ su tiendita con hartas, hartas mercancías, más que en el Ocso, con su refri de paletas de hielo y botes de ñeve, de limón la ñeveee…

Le tiré choro: fue su último deseo, ¿no se acuerda? Nos dijo, porque usté estaba allí cuando la fiesta de recepción a San Jerónimo, que trajo de su tierra doña Uña Machuca; nos pusimos buena guarapeta con mezcal de pechuga, Celestita. Hasta don Álan, su domador de usté, se enojó con yo porque con usté platiqué buen rato, así: como que aliento con aliento… Celestita se echó pa’trás, medio espantada: ah, ya me acuerdo, pero hágase p’allá, hágase p’allá que voy a la leche, dijo, y le reviré: pa’ qué tan lejos, Celes, pa’ qué… Y que se va y nos dejó acabar en paz. Chínguenle, apuraba yo: Gasparín, vete acercando la planta de soldar. Y de volada: a sellar la puerta de acceso que da al patio. Y la tapiamos. El cascajo de volada lo empaquetam­os en bolsas vacías de cemento y en cuanto pasó el primer carro de la basura se los enjaretamo­s: con buena propina todo se llevan. El Yayo resanó hasta de más, y le dio su manita de gato a toda la fachada con pintura vinílica. Acomedidit­o que es, fue por una cubeta con agua, regó la banqueta y barrió hasta el último grano de arena. Con un pincel y pintura roja agregué un número sobre la trabe de mi puerta: 37 Bis.

Acabalado mi asunto, nos arranamos en las mecedoras de ixtle. Abrimos la reja y la puerta nueva: frente a ella vimos pasar al barrio un día tras otro. Nos pertrecham­os con caguas y tequis en el refri. Y Etiqueta Verde de la buena. Entablados, saludamos al pueblo que pasaba frente a mi recuperado cantón. El domingo más banda se concentrar­á aquí, bien pertrechad­a, y con trago. Nomás por si alguien quiere guerra… M

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