Mauricio Farah
En el torrente de atropellos que todos los días abarca abundantes espacios de los medios de comunicación, de internet y de las redes sociales, pasa casi sin ser vista la desaparición, el homicidio, la explotación de menores de edad
La ola de violencia que padece México arrastra consigo a niñas, niños y adolescentes que parecen ser víctimas invisibles. No es que no existan, no es que no haya padres y madres clamando por sus hijos asesinados o desaparecidos, no es que no haya organizaciones que abanderen sus causas, no es que los medios de comunicación o las redes sociales no reporten su desaparición y no es tampoco que no lo sepamos: lo que da carácter de invisibilidad a esta tragedia es que como sociedad no nos movilizamos y que el Estado no se ha hecho presente para contener una de las vertientes más graves y dolorosas de la violencia sistémica.
En el gobierno de Felipe Calderón desaparecieron mil 584 niñas, niños y adolescentes, y hasta abril de este año la administración de Enrique Peña Nieto registra 4 mil 980, para un total de 6 mil 564, de los cuales 60 por ciento son mujeres.
Esta cantidad representa 17.5 por ciento de los 37 mil 435 desaparecidos que contabiliza el Registro Nacional de Personas Extraviadas y Desparecidas (RNPED). Casi dos de cada 10.
La cifra dice más: desde 2007 hasta 2018 el promedio de me- nores de edad desaparecidos es de tres cada dos días, esto es, 45 desapariciones cada mes, más de 500 cada año.
La tragedia es mucho más honda: en 2015 se reportaron 20 mil 762 homicidios, de los cuales cinco de cada 100, documentados, fueron niñas y niños, es decir, mil 57. Si a las más de 31 mil víctimas de homicidio registradas en 2017 se aplica la misma proporción, en ese año habrían sido privados de la vida mil 500 menores de edad.
Las cifras de desapariciones y homicidios contra niñas y niños son tan estremecedoras que cabría preguntarnos por qué el Estado calla y una inmensa mayoría de la sociedad se mantiene al margen.
Callamos también frente a la amplitud del infortunio: menores de edad son asesinados en venganzas entre cárteles; niñas y adolescentes son víctimas de trata de personas; niños son reclutados por el crimen organizado; otros miles forman parte de los desplazados por la violencia, y otros son objeto de adopciones ilegales. Niñas, niños y adolescentes migrantes comparten este drama.
Ser menor de edad, ahora, no parece merecer ninguna protección especial ni una búsqueda urgente y eficaz ni un esfuerzo adicional para su seguridad por parte del Estado.
En el torrente de la violencia que todos los días abarca abundantes espacios de los medios, de internet y de las redes sociales, pasa casi sin ser vista la desaparición, el homicidio, la explotación de niñas y niños; igualmente invisible o solo con una existencia fugaz vemos pasar el calvario de las familias, especialmente de las madres, que encienden veladoras a media calle para exigir justicia o que se arman de varillas de búsqueda para ir en pos de fosas clandestinas ante la incapacidad o indiferencia de las autoridades, o que son desatendidas en el Ministerio Público cuando van a presentar una denuncia o a dar aviso de que su hija no ha regresado a casa cuando solo iba a la tienda.
Insensibilizados ya por la desaparición y muerte cotidiana, padecemos de la ceguera que produce la desmesura prolongada: todo es ajeno, pasajero, irrelevante.
La inconsciencia nos devora. m