Milenio

Cartón de Villa La Rosita, los más pobres son las personas de la tercera edad que no tienen un hogar. Ayudan a sus hijos en el cuidado de los nietos o trabajan en lo que pueden, aunque anhelan el apoyo federal

Entre los jacales de

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En las casas donde anida la mosca y se escucha cuando se ensancha el ala de la cucaracha para volar, todo es penuria. El recurrente piquete de zancudo y su zumbido se vuelven cotidianos como para ya no espantarlo­s cuando se posan encima de los ojos y los labios. Y el esperar que el techo se derrumbe es tan real como la misma caída del hombre. Cuestión de tiempo.

Esta realidad es inmunda. Y en ella los más pobres en Torreón son los viejos que no tienen espacio dentro de la calidez de un hogar. Están de sobra o importan solo cuando siguen trabajando.

En los jacales de cartón de Villa La Rosita, llamado Cartolandi­a, hay viejos solos o criando a los nietos. Muchos de los críos, desquiciad­os. Viejos cuidando niños o de sí mismos. Todos los entrevista­dos coinciden. Esperan tener 65 o más para acceder a una pensión del Estado mexicano y sobrelleva­r su miseria.

Don Víctor García Alemán regresa de hacer los mandados. Dice que su trabajo consiste en limpiar una frutería y en la medida de sus posibilida­des, hacer otros encargos. Cree tener 68 años pero aún así no cuenta con la pensión federal.

Antes de la frutería Víctor recogió basura en las casas de los ricos de Torreón. Su vecina le rentaba un triciclo y se movía al alba. Veinte pesos diarios depositado­s en el vehículo para sacar 100 recogiendo plástico en forma de botellas, o periódicos, cartón, latas de cerveza. La sangre corrió muchas veces al buscar dentro de bolsas y encontrars­e con vidrios o agujas de jeringas.

Llegó años atrás a este sector habitacion­al infame que, no obstante, con ayuda de la asociación Antorcha Campesina y los liderazgos del PRI, hizo barrio desde hace 12 años al sur-oriente de la ciudad. Víctor cayó así en Cartolandi­a huyendo de las facturas del agua y la luz; del cobro por el pavimento que no tenía y del impuesto predial.

Ahora vive en un cuartito apuntalado con maderas, pedazos de cartón y cobijas que cubren los agujeros por los cuales se cuela la luz de las estrellas, pero también el frío y la lluvia en temporal. Como el recuerdo fotográfic­o del Tata Cárdenas desvencija­do que cuelga de una de sus paredes, el techo sencillame­nte amenaza con venírsele encima mientras intenta dormir. Víctor camina por el barrio para buscar a una amiga, doña Rosa. Dice que es una buena mujer, cristiana, quien vive sola con su hijita, Angelita, esta última, una mujer adulta que es infantiliz­ada, debido a que padece de sus facultades mentales.

A pesar de que la puerta fue hecha con pedazos de tarimas, él insiste en tocar. La niña abre la cortina y don Víctor se va. Está sola y dice que no puede hablar porque no está en casa su mamá. Se trata de una mujer que aparenta más de 20 años, pero que dice tener dieciseis.

Recorrer su casa cobra apenas unos segundos. Cientos de moscas revolotean dentro. Una cama bien tendida es vista a poca distancia de una estufa que tiene encima una sartén con frijoles. Un estante de comida para perros sirve de trastero. Las gallinas corren por la casa y por se cuela la luz solar.

En otro cuartito hecho de maderas y plástico se colocó un colchón individual sobre el piso de tierra. Angelita cuenta que allí duerme. Y podría pensarse que no es así porque el colchón tiene un cráter en medio. Pero también se dispuso estratégic­amente allí una pantalla plana de 24 pulgadas.

Platica que su mamá no está debido a que los sábados trabaja en un negocio de comida. Vende hamburgues­as y por lo regular llega de noche. Y aunque afirma que sí tiene papá, no puede establecer dónde vive, solo apunta: “Ella se llama doña Rosa. Yo y ella vivimos solas”. El barrio arde. El calor agobia y los jóvenes en las esquinas miran a “la prensa” y levantan vuelo. En la tiendita del barrio los chiquillos juegan en un mini casino y los perros aburridos ni siquiera toman aliento para levantarse y ladrar.

Las vecinas aseguran que la única vez que las apoyó el gobierno fue cuando ocurrió un incendio y se quemaron varios terrenos. El 29 de abril de 2017 a Clemente se le prendió el jacal. Un corto circuito provocado por alambres pelones alcanzó los cartones e hizo cenizas su casa, junto con la de los vecinos siguientes. En suma fueron tres manzanas, precisan las señoras.

Rafaela Ramos señala: “Comemos o compramos material de construcci­ón; mi esposo se fue al pasito porque compraba bloques de a poquito… él iba haciendo los cuartos, los techó, incluso una vez se cayó el techo de ese cuarto, el primero, y él apenas alcanzó a salirse. Eso fue como hace cinco años”.

Al preguntarl­e su edad cuenta 62 años. Y precisa: “Creía que ya estaba alcanzando la (tarjeta) de los Sesenta y más, pero que no, que dicen que hasta los 68 ahora (sic). Nos estaba diciendo un señor que estaba entrevista­ndo ahora de las nuevas, de esas que va dar este López Obrador. Como ya se va a sentar, dicen que van a dar el doble, los de Morena, pero me dijeron: ‘No señora, hasta los 68’. A mi esposo sí le dan”.

Caminando por la calle Lago de los Cisnes se ubica a la señora Rebeca Alcaraz. Ella vive con su esposo y dos de sus nietos a los que debe sostener y educar. Ella intenta mantener la casa limpia, pero al no tener drenaje sanitario, la cosa se vuelve imposible.

Los chiquillos están tendidos sobre la cama viendo televisión mientras la abuelita se vuelca en los quehaceres domésticos. Son más de las 3 de la tarde y ella continúa limpiando en un afán inútil por alejar el enjambre de moscas.

Rebeca dice que cuando llegó a La Rosita era puro monte. Tarántulas y víboras se miraban salir de las piedras hace más de 10 años. Se movió de la Saltillo 400, en la colonia Nueva California, porque tenía casa en renta. Una amiga le dijo que estaban regalando terrenos. La única condición fue que “si lo querían debían aguantar todo”. Ellos dijeron que sí y se acostaban en la tierra.

“Ando en 63 años y lo que me duele mucho son mis piernas, no las aguanto; dicen que es herencia porque mi madre siempre estuvo enferma de sus rodillas, hasta las tengo bien hinchadas. Lo que pasa es que uno trabajó desde chiquilla… mi mamá vendía tortillas y yo le ayudaba, cargábamos los costales de maíz y le ayudaba a tortear, el calor también hace daño”.

Harta de que los Antorchist­as les pidan dinero, doña Rebeca dice que paga sus 10 pesos semanales con la esperanza de que le hagan efectivo el pie de casa que le ofrecieron. Y espera que el gobierno federal le ofrezca la opción de la pensión.

“No alcanzo todavía porque vino un señor y le pregunté: ‘¿De qué andan apuntando’ Y me dijo de 65 y más. Y reespondió: ‘No, señora, a usted hasta los 65. Todavía no’. Mi esposo es albañil pero pos a veces trabaja y a veces no, porque también ya muchas de las veces ya no lo quieren muy bien ocupar. Y pos él tampoco alcanza la pensión porque es más chico que yo. Yo me lo robé”.

Rebeca ha normalizad­o la violencia social. Con siete hijos lejos ocupándose de sus propias vidas, junto a sus nietos Ángel Giovanni y David Rafael viviendo incertidum­bre ante el reto de sacarlos adelante y con el recuerdo de un hijo asesinado por un policía evadido, ella asegura que dios se encarga de castigar a los que tienen deudas pendientes. M

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Don Víctor recolecta PET, cartón o aluminio para vender y obtener ingresos.

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