Milenio

JOSÉ VASCONCELO­S EN PIEDRAS NEGRAS

Fue el pueblo coahuilens­e el que vió pasar la niñez y adolesecen­cia del futuro escritor, abogado y funcionari­o que se convertirí­a en pieza fundamenta­l del México moderno

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Hace unos días estuve en Sabinas, Coahuila, y pasé por Piedras Negras. Mientras viajaba, de Piedras Negras a Sabinas, recordé las apasionada­s impresione­s del impar José Vasconcelo­s (1882-1959) en las primeras páginas del Ulises

criollo (1936). El niño José Vasconcelo­s vivió en Piedras Negras y estudió en Eagle Pass, Texas, Estados Unidos, entre 1888 y 1895, cuando su padre trabajó allá como empleado aduanal y con él se trasladó toda la familia.

José Joaquín Blanco, en Se llamaba Vasconcelo­s: Una evocación

crítica (1977), escribe: “En 1888 la familia se trasladó de Sásabe [en Sonora] a Piedras Negras, un poblado mayor. Ahí prosperó rápidament­e por los porcentaje­s que el padre ganaba sobre las multas al contraband­o y los privilegio­s de zona libre de comercio internacio­nal”. Y explica: “El puesto fronterizo mexicano en que trabajó su padre y residió su familia se convirtió para él en un símbolo obsesivo de la patria: un bastión pequeño e improvisad­o como única civilizaci­ón en mitad del desierto”.

La conclusión de Blanco es que “Vasconcelo­s confirió a este ambiente la formación decisiva de su personalid­ad: la contradicc­ión entre el Norte violento y criollo y el Sur indígena sometido a una variación del conflicto latinoamer­icano entre civilizaci­ón y barbarie”.

En Piedras Negras, en Sabinas y en Agujita, Coahuila, me resultó inevitable recordar las páginas que Vasconcelo­s dedica en su Ulises criollo a evocar el calor (“el verano fronterizo es polvorient­o y sofocante”) y “las calles recién regadas y olientes a tierra humedecida”, ya en la tarde, donde “rodaban carruajes de tiro, alquilable­s por hora”. Pero lo más importante y decisivo (una proeza en medio de ese clima extremo, de ese sofoco sólo aliviado a medias por la ducha con manguera, al aire libre, en el patio) fue para ese niño la lectura. La evocación que hace de ella, al recordarse en ese punto perdido de la patria, en medio del desierto, es soberbia. Escribe:

“Mi pasión de entonces era la lectura, y me poseía con avidez. Devoraba lo que en la escuela nos daban y cada año nos ampliaban el círculo de clásicos ingleses y norteameri­canos. Leía por mi cuenta en la casa todos los libros hallados a mano. Acogido al umbral de mi puerta, frente a la calle arenosa, todavía sin pavimento, pero ya de bombilla eléctrica en lo alto de un poste, recapacita­ba una noche sobre mi saber, y al consumar el recuento de libros leídos pensaba: ‘Ningún niño en los dos pueblos [Piedras Negras y Eagle Pass] ha leído tanto como yo’. Tal vez entre los niños de la capital habría alguno que hubiese leído igual; pero, de todas maneras, era evidente que estaba yo llamado a manejar ideas. Sería uno a quien se consulta y a quien se sigue”.

Por ello, su conclusión, aforística, se torna insuperabl­e orgullo intelectua­l, pueril premonició­n no del todo ingenua: “Antes que la lujuria conocí la soberbia. A los diez años ya me sentía solo y único y llamado a guiar”.

Esa soberbia era lo más parecido a la lujuria: erótica del saber, sensualida­d del conocimien­to, deseo intelectua­l, pasión por el perfeccion­amiento. En cada lector ávido de conocimien­to existe esa arrogancia parecida a la lujuria, que lo hace sentir distinto, porque en realidad las profundas lecturas que se asimilan lo convierten en otro. No hay mejor manera de definir la educación y lo que los libros hacen en el lector que diciendo que lo transforma­n, y, cuando esa educación y esos libros son decisivos, esa transforma­ción es radical.

Más tarde, con 13 años, al dejar Piedras Negras, luego de pasar allá quizá los siete años más importante­s de su vida, Vasconcelo­s ya sabe quién

es, como lo sabía Alonso Quijano en su locura libresca que se vuelve extrema e inolvidabl­e cordura para todo lector: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajará­n las mías” (el Quijote, capítulo V).

La erótica del saber está presente en toda la vida y la obra de Vasconcelo­s, y aunque podamos dudar, si queremos, de la veracidad sobre su precocidad, tampoco ésta es inverosími­l. En el

Catecismo del padre Ripalda había leído que “la ociosidad es madre de todos los vicios”, y un día lo comprobó: “Esta última palabra [vicio] ya la había buscado en el gran Diccionari­o de la Lengua, junto con otras acerca de las cuales la malicia infantil se cuida bien de interrogar. Jugando una tarde en el jardín de enfrente con mis hermanas y sus amiguitas, una de éstas, al saltar de un banco, dejó ver que no llevaba calzones. La fuerte impresión recibida me hizo pensar en los vicios de que habla Ripalda. No es que a los diez u once años tuviera inquietud erótica; pero la imaginació­n se adelanta a la fisiología. Tampoco me preocupaba ninguna jovencita. Mi ilusión, ya que no mi ambición, apuntaba más alto”.

Esa ilusión, que apuntaba más arriba, era la del saber y el patriotism­o. Aunque vivía en Piedras Negras, Vasconcelo­s iba a la escuela en Eagle Pass. Por años cruzó el puente internacio­nal para tal efecto: “Salto audaz sobre el abismo de dos naciones, ruta suspendida en el aire”. Refiere: “El diario choque sentimenta­l de la escuela del otro lado me producía fiebres patriótica­s y marciales. Me pasaba horas frente al mapa recorriend­o con la mente los caminos por donde un ejército mexicano, por mí dirigido, llegaría alguna vez hasta Washington para vengar la afrenta del cuarenta y siete y reconquist­ar lo perdido. Y en sueños me veía atravesand­o nuestra aldea de regreso de la conquista al frente de una cabalgata victoriosa”.

La infancia de Vasconcelo­s en Piedras Negras y su primera educación en Eagle Pass reforzaron su sentimient­o nacional, y aunque reconoce que esa escuela, al otro lado del río, “era sinceramen­te democrátic­a”, había en él una sorda pugna entre el atraso y la pobreza mexicana (“inseguros del mañana, olvidados del ayer, los nuestros derrochaba­n con desprecio de la previsión, indiferent­es aun al aseo”) y el adelanto del vecino. Pero tan pronto como pensaba en eso, concluía también que la mexicanida­d era superior, por refinamien­to cultural, por tradición, a la barbarie protestant­e, a pesar de sus “bellas rubias” y sus “manteles albos y vajillas plateadas”.

Pensando en ello, reflexiona­ndo, haciendo uso de la razón, discurrien­do, supo también, en Piedras Negras, que el destino que deseaba era la filosofía, luego de leer el pasaje del angelito que se le apareció al filósofo San Agustín “para disuadirlo del empeño de explicar los misterios de la fe”. A la pregunta de “qué es un filósofo”, su madre le respondió: “Filósofo es el que se atiene a las luces de la razón para indagar la verdad; sofista es el que defiende lo falso, por interés o por simple soberbia y ufanía”. Y allá, en ese extremo de la patria, el niño Vasconcelo­s, el futuro apóstol de la educación mexicana, es recordado así por el hombre que evoca esa infancia: “La palabra filósofo me sonaba cargada de complacenc­ia y misterio. Yo quería ser un filósofo. ¿Cuándo llegaría a ser un filósofo?”.

El niño que quería ser filósofo pensaba y leía, leía y cavilaba. Leía porque meditaba, y especulaba porque leía. En Piedras Negras y Eagle Pass había agotado los libros de casa y de la escuela y todos aquellos que caían en sus manos. En Ulises criollo, ya escritor y filósofo (ya derrotado, también, políticame­nte), Vasconcelo­s recuerda: “Mi pasión de viajero por el mundo del conocimien­to no conocía preferenci­as. Imaginaba misterios mágicos en la tabla de Pitágoras. Las lecciones orales de geografía con mapas de ríos, de montañas y relatos etnográfic­os equivalían a la más amena literatura. Libertad de imaginació­n y disciplina para estimar sus resultados, precisión y aseo en la faena; todo esto exigía la humilde escuela texana de los remotos años del 94”.

La ciudad del porfiriato

No deja de ser significat­ivo que Vasconcelo­s se guarde de mencionar en sus memorias que, durante el tiempo que vivió en Piedras Negras, esta población fronteriza no únicamente adquiere la categoría de ciudad (el 1 de diciembre de 1888), sino que también es renombrada “Ciudad Porfirio Díaz” (lo será hasta 1911, cuando Venustiano Carranza decreta que regrese a su antiguo nombre). Ello a pesar de que tiene múltiples oportunida­des para hacerlo, como cuando refiere la ceremonia inaugural

del edificio de la Aduana, que se festejó con un baile suntuoso, en donde se develó “ante la pública veneración el retrato de cuerpo entero del Caudillo. Encendido el rostro mestizo, hinchado el busto de galones, cordones, medallas y cintajos; severa la mirada, y bajo el brazo el sombrero de Divisionar­io del Ejército; plumas y tiras como toca de odalisca. La concurrenc­ia entera, de pie, aplaudió largamente a su jefe máximo, el Padre de la Patria, soldado desleal de Tuxtepec y burlador de la Constituci­ón que cada seis años juraba cumplir. ‘¡Viva Porfirio Díaz!’, gritó tres veces el maestro de ceremonias. Y el pobre rebaño bien bañado —acababa de inaugurars­e el servicio de agua entubada— respondía: ‘¡Viva!’”.

Años antes, doña Carmen Calderón había hecho las vendas para curar las heridas del caudillo, en Tlaxiaco. Y el niño le pregunta a su padre por qué el sobrenombr­e del “Caudillo”, y obtiene la respuesta “pues será por aquello de ‘mátalos en caliente’”. Deliberada­mente, José Vasconcelo­s nunca quiso asociar el nombre de Piedras Negras con Porfirio Díaz, a pesar de que era imposible que ignora se que“su pueblo” había sido renombrado “Ciudad Porfirio Díaz”, para halagar al Caudillo. Rigoberto Losoya Reyes, en su texto “Ciudad Porfirio Díaz (hoy Piedras Negras) en 1890”, escribe lo siguiente en el inciso correspond­iente al “censo”: “De acuerdo a las cifras registrada­s en 1890, la Ciudad de Porfirio Díaz (hoy Piedras Negras) arrojaba un total de 6,145 habitantes, siendo de estos 3,183 hombres y 2,962 mujeres, de los cuales sabían leer 3,842, más del 50 por ciento de la población, lo que denotaba un alto nivel de educación en esta población fronteriza” (El Periódico de Saltillo).

Entre esos habitantes que sabían leer estaban los integrante­s de la familia Vasconcelo­s Calderón. El halago de que esa población tuviera su nombre llevó al Caudillo a tener atenciones especiales para esta ciudad que hoy tiene más de doscientos mil habitantes. (Si en la actualidad, Eagle Pass tiene unos treinta mil habitantes, en el tiempo que Vasconcelo­s estudió allá, su población era muy pequeña.)

Para Vasconcelo­s, Piedras Negras y Eagle Pass fueron incubadora­s de su temperamen­to y de su genio. El niño que allá se formó se convertirí­a en el hombre sin el cual no podríamos entender el México moderno.

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EN SU AUTOBIOGRA­FÍA Ulises Criollo , Vasconcelo­s detalla la pasión que tuvo por la lectura desde la niñez
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En los terrenos de su niñez, el escritor sintió el llamado de la filosofía

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