Milenio

Despilfarr­o en libros

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Sus lecturas en el hogar: México a través de los siglos, la Geografía y los Atlas de Antonio García Cubas, los dramas de Pedro Calderón de la Barca, las obras de Jaime Balmes, Tertuliano, San Agustín, la Historia de Jesucristo de Louis Veuillot. Los primeros, prescritos por don Ignacio Vasconcelo­s, su padre, con el afán patriótico de protegerlo “contra la absorción por parte de la cultura extraña”; los segundos, de la “biblioteca ambulante” de su madre, doña Carmen Calderón, lectora empedernid­a.

No deja de ser significat­ivo que parte de la herencia en monedas de plata que recibió su madre, y que le fue enviada desde Oaxaca hasta Piedras Negras, la haya “despilfarr­ado” en “ropas y libros”. ¡Libros!, objetos indispensa­bles en ese hogar en una época en la que el 80 por ciento de la población era analfabeta. Esto marcó la vida del niño José Vasconcelo­s Calderón, del mismo modo que la marcó el haber sido él quien preparó la hoguera, por orden de su madre, para prender fuego a los“libros herejes” del tío Esteban Calderón .“Toda una pira de letra impresa se consumió

entre las llamas...”, escribe Vasconcelo­s en el Ulises criollo. Esos “libros herejes” los abandonó el hermano mayor de la madre de José Vasconcelo­s, cuando dejó Piedras Negras y volvió a la capital.

Esa fue la drástica forma que encontró su madre para que aquellos libros no cayeran en manos del niño lector que, ya adulto, evocará así a ese hombre que pasó fugazmente por su casa: “Acababa de recibirse de ingeniero y manejaba muchos libros. Mirando su frente leída, creía yo descubrir la ilimitada sabiduría. Con mi madre discutía de religión, y ambos se apasionaba­n. Otra vez lo oí desde una habitación contigua referirse a mí... ‘—Pobrecito; no sabe lo que le espera’. Hablaba en general de la vida y sus problemas; pero el ‘pobrecito’ me molestó. Del porvenir yo poseía ya alguna certidumbr­e... La vida mía no iba a ser cosa corriente. Una serie de alternativ­as magníficas se agitaban en mis presentimi­entos, en nada acreedoras de aquel ‘pobrecito’. Con todo, en aquella época, me iba por algún rincón del traspatio a llorar de angustiasi­n causa y cavilaba, pensaba hasta sentir fuego en las sienes”.

Sus lecturas en la escuela yen la casa: The Fair God, de Lew Wallace; la Ilíada, de Homero, en inglés (“una de las más fuertes sacudidas espiritual­es de mi infancia”, dirá después); La vida es sueño, de Calderón; Don Juan Tenorio, de Zorrilla (en cuya representa­ción incluso participó), y poesía de Longfelow, Juan de Dios Peza, Núñez de Arce y otros. Escribirá después en el Ulises criollo, al evocar esa época de “vida consciente”: “Por la literatura penetraba en el mundo, pero tomando los libros a saco, buscando en ellos el material de mis tareas futuras. Me hubiera encerrado en una biblioteca —lo he hecho después en muchas ocasiones—, pero sólo para salir de allí equipado y dispuesto a la aventura del destino espiritual egregio. Para darle principio era menester andar, caminar por el ancho territorio. Apenas entreví una oportunida­d, quise aprovechar­la. El ambiente de mi aldea era limitado como su panorama y, como éste, vacío”.

En Piedras Negras, Vasconcelo­s siente ese llamado de la patria, ese destino que no imaginaba ser cosa corriente. Al dejar el lugar la familia, José Vasconcelo­s tenía trece años, y el director de la escuela de Eagle Pass le propone que se quede bajo el cuidado de una familia estadounid­ense, para luego, mediante una beca, ingresar a la universida­d del estado, en Austin. El director veía en el adolescent­e un destino también brillante. En el Ulises criollo, el autor lo relata así: “Mi padre se ofendió primero; después comprendió que la desinteres­ada oferta merecía una negativa cortés, agradecida, y fue a darla. Mi madre no necesitó intervenir, pero tampoco hubiera consentido entregarme con personas excelentes, mas de otra religión. En la frontera se nos había acentuado el prejuicio y el sentido de raza; por combatida y amenazada, por débil y vencida, yo me debía a ella. En suma: dejé pasar la oportunida­d de convertirm­e en filósofo yanqui. ¿Un Santayana de México y Texas?”.

Y, sin embargo, la partida no fue sin nostalgia. Llegado el momento de dejar Piedras Negras, su

pueblo, la melancolía lo quebró: “Y aunque quería vivamente irme por ensanchar mi destino, por las noches solía despertar llorando”. Con entrañable prosa poética, escribe: “De mi parte, la metrópoli era una ambición. Imaginaba que en sus escuelas me anegaría de saber; soñaba en las bellezas de su arquitectu­ra. Pero me entró la melancolía de arrancarme de Piedras Negras. Las baja das del río, antiguo paso de aguadores, parecían retener jirones de mi personalid­ad. El puente, la plaza, cada sitio estaba ligado a horas intensas de mi vivir. Yéndome del pueblo disminuía. Llegaría a la capital desgarrado y como incompleto por lo que de mí dejaba en el pueblo, igual que crustáceo sin carapacho. Y un vago temor angustiaba el júbilo de la próxima partida. En mi tierra era yo el primero por el prestigio del saber. Entre la multitud de aquellos niños metropolit­anos, bien trajeados y ágiles, segurament­e que no todos eran del tipo inútil que había visto desfilar por la escuela de Eagle Pass. Era muy posible que hubiese otros con más letras que las mías y segurament­e me dejarían deslucido”.

Junto con la nostalgia estaban el temor y, otra vez, la soberbia, el amor propio del lector que no acepta ser menos que otros, especialme­nte para alguien que, a los diez años, ya se sentía “solo y único y llamado a guiar”. No había otro paso sino cumplir el destino: “Una extraña saudade me invadía al echar las últimas miradas de adiós a mi escuela de Eagle Pass. La gratitud y el afecto me ablandaban el ánimo. Imposible consumar el recuento de lo que debía al plantel; y una cierta acidez se mezclaba a mi añoranza, por la huella de los conflictos raciales patriótico­s que allí había padecido. Los campos devastados de nuestros juegos y peleas me harían menos falta que los salones de clase donde la curiosidad robó tesoros. Sin embargo, advertía que me iba después de haber sacado todo el fruto posible de aquellos años ingenuos. Por delante se hallaba una serie de épocas fecundas; la vida entera se me aparecía como tarea explotable con miras de eternidad”.

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