Regresión autoritaria
Samuel Huntington escribió un libro (1991) que presagiaba el advenimiento de la democracia en el mundo; 30 países de Asia, Europa y América Latina transitaron a ese régimen político entre 1974 y 1990. Una respuesta al largo ciclo autoritario que imperó en todas las latitudes del orbe. El advenimiento de la democracia desató las amarras de una ciudadanía para poder expresarse como personas libres: dejaron de ser acarreados. La democracia tiene una relación estrecha con el capitalismo, el libro mercado, la libertad de expresión. El capitalismo, empero, genera desigualdades profundas que se acrecientan en el tiempo: unos cuantos concentran la riqueza en tanto que la mayoría queda al margen de los beneficios del desarrollo.
El capitalismo y la desigualdad, con el tiempo, generan ciudadanos que se sienten excluidos, desplazados de los beneficios del desarrollo: sus líderes les hacen creer que otros les arrebataron las oportunidades. Se convierten en una ciudadanía insatisfecha e iracunda, que rechaza el sistema y tienden a seguir a un paladín, extremista y demagógico, que les promete los remedios para superar su adversidad. Esta franja social se convierte en apetitoso botín de los políticos ávidos de poder, que aparentan hacer suyos sus problemas. Su retórica permite la empatía con ellos y, por tanto, se vuelven seguidores de esa esperanza utópica de tener más de lo que hasta ahora han tenido. Para ello es necesario excluir, odiar, mentir, polarizar. Hoy en día se observa una generalización de esa postura que significa una amenaza a la democracia: una regresión autoritaria.
Las clientelas “resentidas” se vuelven fanáticas del líder que los llevará a niveles superiores de bonanza a los que siempre aspiraron, pero nunca consiguieron. El mejor ejemplo es el de Trump, cuya base electoral es la de los que menos tienen, los que no encontraron ese peldaño que conduce al ascenso social. El presidente estadunidense, sin embargo, no es el único ejemplo. Hay que poner atención a lo que pasa en Italia donde un gobierno se ha instalado basado en la polarización política y social: la tirria a la migración, un fenómeno inevitablemente global, es una de las banderas para explicar la falta de oportunidades. Este movimiento ultraconservador que invade nuestro tiempo hace presencia ahora en Brasil: este país está a punto de ser conquistado por un fascista, no por un populista: “es preferible matar que torturar”. El candidato Jair Bolsonaro, de triunfar en la segunda vuelta electoral que tendrá lugar a fines de este mes, demostraría que el odio, el uso indiscriminado de la fuerza, la exclusión y la represión son las herramientas idóneas para gobernar y, con ello, satisfacer las fobias de sus seguidores. Puede extraerse una conclusión: no importa el grado de consolidación de una democracia para presenciar el surgimiento del autoritarismo casi fascistoide. Sirvan de muestra Trump, Bolsonaro, la francesa Le Pen, el italiano Conte, etcétera. Parafraseando a Huntington, estamos ante una nueva ola, pero no democrática sino de un profundo conservadurismo que se percibe como la solución (aparente) de los problemas de algunos, aunque pueda ser la calamidad de las sociedades mismas. Se trata de una regresión peligrosa: utilizar a la democracia como un medio para instaurar un régimen que permite la instrumentación de las peores prácticas políticas. M