Cavilaciones bajo tierra
Sobre el sentido de enterrarse, en la búsqueda del autoconocimiento, se me ocurre más de uno: el silencio, la retroalimentación con los elementos de la tierra, el regreso a Natura, la vuelta a la cueva, al nicho, al útero...
Ha habido a lo largo de la historia gente que se entierra para encontrarse a sí misma. Gente que se entierra viva, claro, y luego sale a contar o a escribir su aventura. ¿Es conocerse a sí mismo una aventura?, con toda seguridad lo es, y más cuando el proceso incluye episodios bajo tierra.
Sobre el sentido de enterrarse, en la búsqueda del autoconocimiento, se me ocurre más de uno: el silencio, la retroalimentación con los elementos de la tierra, el regreso a Natura, la vuelta a la cueva, al nicho, al útero, a la fuente donde todo comenzó y donde todo va a terminarse, y quizá también ahí se pueda “vaciar la memoria”, como recomendaba San Juan de la Cruz. No sería raro que los vampiros, de la subespecie de Drácula, saquen esa fuerza descomunal que tienen de las 12 horas que pasan cada día regresando a sí mismos en un ataúd, que es la versión aséptica, elegante como ellos, de enterrarse.
En el siglo V antes de nuestra era Parménides se metía dentro de la tierra, en un nicho absolutamente oscuro, en una suerte de sarcófago escarbado, y pasaba ahí mucho tiempo, días y quizá semanas, practicando el ritual de la incubación. Desde esa plataforma descendía al mundo de los muertos, se entregaba a las diosas del inframundo como lo cuenta en su desasosegante obra titulada Poema, que en español publicó, hace unos años, la editorial Akal.
Parménides se enterraba en Anatolia, y es probable que lo mismo hiciera Ce Ácatl Topiltzin en México. En los Anales de Cuauhtitlán (Códice Chimalpopoca y Leyenda de los soles) se cuenta que Quetzalcóatl no era una persona común, pues pasaba varias horas al día “ayunando” solo en la oscuridad. Cuando era el gobernador de los toltecas, en una fase anterior a la inmolación en la orilla celeste que lo convertiría en dios, tenía en su casa, que era algo así como el palacio de gobierno, una estancia oscura en la que se enterraba a reflexionar, a regresar a sí mismo y a su fuente original. En esas sesiones de incubación Quetzalcóatl se reconstituía como hacían Parménides y sus discípulos, salía fortalecido y lleno de energía, precisamente como salía Drácula, otro mortal que logró llegar al otro lado, después de pasar 12 horas enterrado en su ataúd. Más acá en el tiempo, en 1962, Michel Siffre rompió la marca de permanencia bajo tierra, estuvo dos meses viviendo a una profundidad de 130 metros, en la grieta de Scarasson, en la frontera entre Francia e Italia. Durante esos dos meses de incubación, Siffre descubrió que los ciclos del cuerpo, el sueño y la vigilia, no están regulados desde el exterior, por la luz del sol, sino que obedecen a un riguroso reloj interno que cambia de ciclo cada 24 horas y 30 minutos. Con este dato el incubador Siffre nos hizo ver que no estamos, como nos da por creer, por encima del reino animal, sino que, con todo y nuestra civilización y nuestra cultura, no somos más que otra pieza del inconmensurable entramado cósmico. Aquí tenemos otro de los motivos para enterrarse: encajar esa pieza suelta que somos en la trama del universo.
Mientras incubaba enterrado, Parménides veía como “lo transportaban las habilísimas yeguas tirando del carro, mientras unas doncellas, delante, me mostraban el camino”. Los periodos de incubación a los que se sometía Parménides era parecidos a los que experimentaron Michel Siffre, Ce Ácatl Topiltzin y Drácula, los cuatro eran conscientes de que la oscuridad es la contraparte de la luz, de que el camino hacia la luz empieza en una grieta oscura, en un sarcófago escarbado en la tierra.
Parménides dice en Poema: “Me escoltaron las hijas del sol, tras abandonar la morada de la noche, hacia la luz, quitándose los velos de sus cabezas con las manos, ahí están las puertas de los senderos de la noche y del día, sostenidas arriba por un dintel, abajo por un umbral de piedra”. Más adelante advierte: “Todo está lleno a la vez de luz y de noche sin luz”. Luego nos dice: “Pues lo mismo es a la vez pensar y ser”. Y enseguida ofrece una clave sobre la unidad de la naturaleza, sobre su circularidad: “Para mí es continuo, desde cualquier punto en que comience: pues ahí volveré de nuevo”. Y aquí tenemos la fuente donde todo comienza y donde todo va a terminarse que mencionábamos más arriba, es decir: el círculo de la existencia que completan los incubadores cuando se entierran.
Otro filósofo, Pitágoras, llevó a Italia las técnicas de incubación que aprendió en Anatolia, las enseñó a sus discípulos y fundó un templo en el que construyó una sala oscura donde había un sarcófago escarbado como el de Parménides, o como el de Drácula o el de Quetzalcóatl, hermanos los tres de la misma circularidad.