No corro, no grito, no empujo
Ya cuando la gente que se dedica al humor ha perdido el sentido del humor y se pone solemne mientras echa espuma por la boca, estamos jodidos. Queridos amigos dedicados al pitorreo político que solían ser divertidos, han dejado de serlo. Si no son los migrantes (el tema sacó el redneck que todos traen dentro), es Maduro (ahora resulta que solo hay que tener relaciones diplomáticas con el Espíritu Santo) y, por supuesto, el Nuevo Aigriopuerto, de cuya existencia al parecer depende la conversión, o no, de México en Suiza.
El tema es que ante tanta jalada decidí que este fin de semana me iban a valer madres las discusiones bizantinas sobre el aeropuerto, aunque fui a depositar mi parecer en una nutrida casilla coyoacanense. Eso sí, un poco temeroso de toparme con esa raza extraña que anda votando de lado a lado mientras se arrancan la tinta del dedo gordo con una lima del 7. Por eso, tratando de huir de las melifluas pero muy intensitas batallas en el Twitter, me refugié en el muy benévolo y acogedor escapismo deportivo: todo empezó con las interminables 18 entradas de la Serie Mundial que estuvo bien administrada con mezcal; siguió con mis Pumas, que ya se metieron en la liguilla a pesar de sí mismos; los Acereros de Pittsburgh se llevaron la victoria a pesar de su dudosa temporada; y el dulce sopor de la Fórmula 1, que documentó mis jetitas vespertinas.
O sea, la cosa era abstraerse de tanto melodramático debate sobre el duelo barriobajero entre Amlove y Carlos Loret, que era más o menos amena y divertida hasta que se desató una polarización más extrema que la de americanistas contra chivistas. Algo que me llevó a recordar ese pasaje del distinguido panista Carlos Castillo Peraza, cuya leyenda opaca a todos sus sucesores al frente del partido cuando en un chacaleo el político se atrevió a decir frente a los chicos de la prensa cosas como “Esas son chingaderas”, “Preguntan puras pendejadas”, razón por la cual casi, casi que me lo querían linchar. ¡Cómo era posible que un político se refiriera así a los impolutos periodistas! Incluso puedo evocar a no pocos personajes que hoy están instalados en la neymariña, criticando a aquellos que le habían puesto a don Carlos el mote de Castillo Leperaza, alegando que pareciera que los reporteros nunca habían escuchado una grosería siendo que en las redacciones el lenguaje es de vulcanizadora.
Échense su maruchan, tómense su chofitol, y repitan conmigo “No corro, no grito, no le hago a la mamá Campanita, virgencita, plis”.