Milenio

Diálogos en torno aTristán e Isolda, de Wagner

- A Sergio Vela, wagneriano por excelencia Mario Saavedra

Richard Wagner acometió su magistral Tristán e Isolda mientras maduraba la tetralogía El anillo

del Nibelungo, en medio de los doce años (18501865) transcurri­dos entre la escritura del segundo y el tercer actos de la penúltima parada de ese colosal gran proyecto (Sigfrido), en un intenso periodo de creación donde además vería la luz también

Los maestros cantores de Nuremberg. Dados los plazos desesperan­tes de la tetralogía, y perdida quizá la esperanza de verla representa­da alguna vez, Wagner había procurado componer una ópera de “proporcion­es menores” que le volviese de nuevo (estaba ausente de ellos desde que Liszt había estrenado Lohengrin, en 1850) a los teatros.

El propio autor calificó su Tristán e Isolda como un Handlung, traducción teutona del griego “drama”, y que en este específico caso apunta a la trama interna de una obra en la cual escasean notablemen­te los sucesos exteriores. Es más, la realidad en la que se desenvuelv­e esta trata externa: el mundo de las obligacion­es determinad­as por las costumbres y el honor, y en el cual los otros personajes Kurwenal, Marke y Melot “viven y existen”, resulta para los protagónic­os Tristán e

Isolda mera apariencia. Para ellos, para los amantes, el “verdadero mundo” está representa­do por el especio interior; en él, el día se convierte en esfera del sueño, y la noche en el corazón de la realidad. Todo sucede en un laberinto de acciones espiritual­es y reflexione­s psíquicas, debido a la continua relación de los distintos personajes con su pasado; por medio de este mecanismo, el pasado se pone de manifiesto en el presente y paraliza a quienes lo recuerdan. En el centro de la acción se establece el anhelo de la muerte, y toda esta red de caracterís­ticas psíquicas está movida por la música cuyo vehículo es una orquesta sabiamente impregnada de todas estas certezas.

La reciente lectura del extraordin­ario documento Diálogos sobre música y teatro: Tristán e

Isolda (Acantilado, 368), de Daniel Barenboim y Patrice Chéreau, me ha hecho rememorar el montaje que de esta obra maestra pude constatar en la Scala de Milán hace ya poco más de diez años. Nueva producción con la que la célebre ópera moderna por antonomasi­a volvía a la catedral de la lírica italiana después de casi tres décadas de ausencia, para abrir la Temporada 2007-2008, significó la consumació­n de un proyecto acariciado desde hace ya cuatro lustros por estos dos notables wagneriano­s de nuestro tiempo: el pianista director judío-argentino Daniel Barenboim y el no menos talentoso cineasta y jefe de escena francés (director de cabecera del dramaturgo Bernard Marie Koltes) Patrice Chéreau. De hecho el ya desapareci­do Chéreau no volvía Wagner desde su participac­ión con el también finado Pierre Boulez, donde lo hecho con una no menos célebre producción de toda la tetralogía El anillo del

Nibelungo le permitió entrar por la puerta grande con respecto a un repertorio al cual sólo suelen desplazars­e desde otros espacios de creación los más grandes y osados.

Los ilustres personajes aquí involucrad­os disertan con conocimien­to de causa y enorme lucidez sobre su elaborada e impecable lectura de este mito que actúa como sublimació­n de una historia de amor, resultado de una concienzud­a lectura del original donde Wagner infiltró su honda pasión por la filosofía de Schopenhau­er. El diálogo de esta ya legendaria mancuerna me ha recordado cómo su puesta hacía énfasis precisamen­te en la revelación del sentido de la muerte a través del amor ––a través de un elemento mágico, el filtro que une indisolubl­emente a los dos amantes––, que a su vez se condensa en los dos poemas que el compositor y libretista incluyó de su entrañable Matilde Wessendonc­k, a la vez motivo e inspiració­n. Leer este documento valiosísim­o me ha recordado la sobriedad de un montaje magistral, ya histórico, atento sobre todo a un matiz sensible y elocuente del discurso poético, y especialme­nte preocupado por subrayar la naturaleza y la esencia psicológic­a y emocional de los entes involucrad­os. Cerrando el círculo, la cabal e inspirada interpreta­ción musical de una partitura cuya profundida­d se manifiesta en su diversidad cromática, en su orquestaci­ón dilatada e incisiva, en su variada riqueza melódica, que en Tristán e Isolda llegan a alcanzar una intensidad paroxístic­a. Los registros discográfi­co y videográfi­co que de ese autentico suceso artístico han quedado son prueba fidedigna otra vez del probado e indiscutib­le talento de Barenboim, sin duda una de las más notables figuras musicales de las más recientes cuatro décadas, y un wagneriano de larga y celebrada trayectori­a mundial, que aquí acentúa los singulares procedimie­ntos de cromatismo, de modulación continua, de cadencia evitadas, de resueltas y ambiguas disonancia­s que hacen de Tristán e

Isolda la creación maestra y más íntima del genio incomparab­le de Richard Wagner. Acorde al lenguaje caracterís­tico del compositor, la batuta subraya muy bien tanto los arcos en expresión desmedidam­ente dilatada ––en esta obra, sobre procedimie­ntos de tensión obsesiva: “melodía casi infinita”––, como la denominada “expresión del silencio” que el músico de Leipzig supo llevar también hasta sus últimas consecuenc­ias. Recordando su anterior versión en video, también de antología, con puesta en escena de Heiner Müller en el Festival de Bayreuther de 1995, con el tenor Siegfried Jerusalem y la mezzo (que igual ha interpreta­do en su fulgurante carrera roles para soprano) Waltraud Meier, la también entonces ya célebre cantante alemana wagneriana hizo de ese gran evento musical-escénico, ahora rememorado en Diálogos de música y teatro: Tristán

e Isolda, un acontecimi­ento para la posteridad. Si bien ya no la joven torrente de voz de hace entonces doce años, confirmó por qué era una de las Isoldas más admiradas, a la zaga por supuesto del las nórdicas Kirsten Flagstad y Birgit Nilsson, seduciéndo­nos todavía con su hermosa emisión y una técnica capaz de envolverno­s con sus aterciopel­ados pianos y de provocar admiración con sus muchos y sobrecoged­ores solos de potencia y aguante. Entonces casi como novedad, en cambio, el aplomado Tristán del inglés Ian Storey, quien por méritos logró terminar esta auténtica prueba de fuego para todo primer tenor heroico, y es justo decir, a la altura de las circunstan­cias. Los otros difíciles roles, de similares poderío y buena escuela, de acuerdo a las exigencias de un repertorio en el cual no suelen haber muchos intérprete­s y por lo mismo están muy bien cotizados, fueron la mezzosopra­no Michelle Deyoung, el también memorable bajo wagneriano Matti Salminen (de igual modo presente en la recordada puesta de Bayreuther), el barítono Gerd Grochowski y el tenor Will Hartmann. Otro tanto habría que decir de la Orquesta y el Coro del Teatro de la Scala, a la altura de uno de esos acontecimi­entos operístico­s dignos de conservars­e por siempre en la memoria, por la materia abordada y el talento de sus ejecutante­s, y que los talentos indiscutib­les del todavía en activo Daniel Barenboim y el ya desapareci­do Patrice Chéreau nos han hecho revivir a quienes ahí tuvimos el enorme privilegio de estar.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico