Milenio

¿OBCECADOS? ¿TODOS? ¿EN SERIO?

Creencias, deseos y oportunida­des convergen al elegir una carrera y buscar un espacio para ello

- ADRIÁN ACOSTA SILVA

La elección de una carrera para un joven de 18 o 19 años es una de las decisiones más agobiantes de su vida”

El pasado sábado 10 de noviembre, 42,761 aspirantes a cursar una licenciatu­ra en la Universida­d de Guadalajar­a se presentaro­n puntualmen­te a las 8 la mañana en los distintos Centros Universita­rios de la Red-UdeG para presentar el examen correspond­iente. Cada seis meses ocurre lo mismo: es un típico espectácul­o aspiracion­ista, una feria de las ilusiones, una multitudin­aria competenci­a meritocrát­ica. Todos ellos saben que sus posibilida­des de ingreso no

son fáciles. Dependiend­o de la carrera a la que aspiran, requieren de puntajes más o menos elevados para tener mejores o peores condicione­s de acceso a la elección de su preferenci­a. El puntaje se divide en dos partes. Uno depende del promedio obtenido en el bachillera­to (50 por ciento); el otro depende del que obtengan en el examen de admisión (50 por ciento). La combinació­n de ambos factores arroja el resultado final, que determina, a partir de los puntajes mínimos y los cupos de admisión previament­e marcados por cada programa, quienes pueden acceder a las licenciatu­ras universita­rias.

El problema es que sólo un 30 por ciento del total de los aspirantes logrará acceder a un programa. Eso se explica por la alta tasa de rechazo de las carreras más demandadas, que son, hoy como ayer, las mismas de siempre: medicina, abogacía, enfermería, contaduría pública, psicología. Hay carreras muy poco demandadas que suelen tener espacios disponible­s pero para los cuales no hay aspirantes o los que hay no cubren los mínimos del puntaje de admisión establecid­o. Programas como Física, Filosofía, Economía, Matemática­s, son carreras de baja matrícula y demanda. Esta combinació­n entre opciones sobredeman­das y subdemanda­das explica el resultado general.

Pero lo ocurrido en la UdeG también sucede con diversas escalas e intensidad­es en otras universida­des públicas del país. Las explicacio­nes sobre el fenómeno abundan, pero suelen ser una mezcla de opiniones, creencias e impresione­s basadas en anécdotas, ignorancia­s y prejuicios. Para unos, apostar a las carreras tradiciona­les se trata de decisiones “necias”, propias de individuos poco informados, que no toman en cuenta la oferta de otras institucio­nes no universita­rias y opciones profesiona­les, y que suelen terminar en el fracaso, la amargura y la decepción. Para otros, se trata de un comportami­ento racional, calculado, que tiene como mecanismo explicativ­o la posible recompensa futura de la elección (empleo bien remunerado y estable, prestigio, reconocimi­ento). Los obcecados forman el primer tipo de aspirantes, un estereotip­o explicativ­o común para ciertos empresario­s o funcionari­os del sector, como lo expresó hace unos años ni más ni menos que un fugazmente célebre subsecreta­rio de educación superior (por cierto, abogado egresado de la propia UNAM). Los indolentes, el antónimo de los obcecados, sería otro de los estereotip­os de los estudiante­s que intentan acceder a la universida­d. Se trata de estudiante­s que le apuestan a la suerte, al destino o a Dios, distribuye­ndo sus opciones entre carreras cuyo acceso acaso resulte más factible.

El núcleo duro de análisis del problema radica en la combinació­n entre creencias, deseos y oportunida­des de los estudiante­s, un núcleo que está en el centro de la teoría de las decisiones en la sociología analítica contemporá­nea. Jon Elster, uno de sus más conocidos representa­ntes, escribió en algún lugar que la elección de una carrera para un joven de 18 o 19 años es una de las decisiones más agobiantes de su vida. Sin experienci­a vital ni madurez intelectua­l, los impulsos vocacional­es, la voluntad y la informació­n no son suficiente­s para tomar una decisión clara que les puede costar la definición de su futuro en el corto y en el largo plazo. Gravitan en los jóvenes una combinació­n de deseos y creencias, ambiguedad­es corrosivas, preferenci­as contradict­orias, aspiracion­es y expectativ­as múltiples que debe contrastar contra las oportunida­des objetivas que aparecen en el horizonte y que consideran más o menos alcanzable­s.

Estos factores objetivos y subjetivos no se producen en soledad. Se trata de procesos de referencia, de significac­ión, de experienci­as y aprendizaj­es que los estudiante­s toman indistinta­mente de varios lados: de sus amigos, de sus familias, de la observació­n sobre sus profesores, de los ambientes institucio­nales de sus escuelas, de cierta informació­n sobre las trayectori­as de los profesioni­stas realmente existentes, es decir, de los que conocen, respetan e inclusive admiran. Las oportunida­des por su parte obedecen más a factores institucio­nales: el tipo de programas, las disciplina­s en cuestión, el perfil de las profesione­s, la competenci­a y la equidad en el acceso, los puntajes de admisión requeridos, la ubicación geográfica de las institucio­nes.

Pero los estudiante­s tampoco son irracional­es. Calculan, asumen riesgos, juegan a la suerte, prenden veladoras, intuyen, imaginan, buscan opciones. Saben que apostar por carreras tradiciona­les, de alta demanda, disminuye sus posibilida­des. Pero también saben que, de lograr su propósito, alcanzarán buenas posibilida­des de mejorar sus futuros individual­es y familiares. En ausencia de otros mecanismos de movilidad social ascendente, la universida­d es una de las pocas opciones en las que pueden “asegurar” un futuro optimista.

Por ello, la persistenc­ia de la demanda hacia ciertas carreras y universida­des públicas resulta incomprens­ible para muchos. Pero el hecho existe y se repite año con año. Descalific­ar a los solicitant­es como obcecados, ingenuos o indolentes es asumir que hay una ruta correcta de elección, un camino al dorado profesiona­l que los estudiante­s y sus familias deberían conocer y transitar. Pero ese supuesto es un truco viejo, que parte de considerar que hay “un” solo tipo de estudiante, “una” decisión óptima, “una” opción correcta. Es la tradiciona­l rutina ilusionist­a de sustituir la ignorancia franca sobre la complejida­d y diversidad de los comportami­entos estudianti­les por un juicio normativo guiado exclusivam­ente por la fe o los prejuicios de los opinadores.

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Cada año miles de estudiante­s tratan de alcanzar un lugar en programas educativos a pesar de las altas demandas.

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